«La abuela de la Nouvelle Vague». Durante muchos años Agnès Varda ha sido conocida con ese sobrenombre por su carácter afable, amoroso y maternal. El sobrenombre comenzó cuando ella aún no había cumplido la treintena y solo había estrenado su primer largometraje, La Pointe Courte (1954) Un apodo de claro carácter paternalista —una perspectiva que ha tenido que sufrir y continua sufriendo en muchos aspectos—, pero que la cineasta ha sabido reapropiarse en la última etapa de su carrera, donde se reafirmó en el carácter punk de su carácter. Todo comenzó en Los espigadores y la espigadora (2000), cuando graba con su videocámara las arrugas de su mano y realiza la confesión del origen de su apodo; continuó en Las playas de Agnès (2008) donde hacía una autobiografía y se mostraba como abuela orgullosa junto a sus nietos; y culmina con su última película, Varda por Agnès, un repaso de su obra para las nuevas generaciones; una suerte de testamento fílmico.
Varda por Agnès es un documental que la cineasta codirigió junto a Didier Rouget, el que fuera su ayudante de dirección en Jacquot de Nantes (1991), Las cien y una noches (1994) y Caras y Lugares (2017), y sirve a la vez como comienzo y como broche de oro para aquel que decida acercarse a la filmografía de Agnès Varda. Originalmente concebida como una serie de dos episodios, la película se estrenó en el Festival de Berlín del 2019, poco más de un mes antes de su fallecimiento. En ella, la cineasta, plenamente caracterizada como una abuela francesa, reflexiona para un teatro lleno de gente joven sobre su obra. Una autobiografía filmada.
Agnès Varda siempre fue una artista polifacética y sus largometrajes solo fueron una parte de su obra; una parte importante, pero solo una parte. La creatividad de Varda se expande de forma líquida, sin atenerse a medios o etiquetas. En el documental se abordan su carrera fotográfica, aquella que le llevó al cine, sus casetas, sus trípticos y otras obras visuales y manuales —hasta su pelo, siempre teñido, es testigo de esa fuerza creativa sin igual. Piezas que quedan ensombrecidas por su filmografía y quedan perdidas, alejadas de su estudio. Uno tiene la sensación, viendo los documentales de Varda, e incluso sus ficciones, que son obras a posteriori, como si fuesen grabados sin saber qué va a ser de ellos, simplemente porque merecen ser registrados. Como el cine de Jonas Mekas, sus grabaciones y fotografías son extensiones de su vida, de sus viajes o de sus creencias. Así de sus viajes cobraron vida Mur Murs (1981), Tío Yanco (1963), Los espigadores y la espigadora o Caras, Lugares, mientras que, de su propia vida cotidiana, surgen Daguerrotipos (1975) o Ulysse (1983).
En el cine de Varda, hay urgencia, pero una urgencia tranquila. Hay urgencia en los temas, de carácter social, pero también en las formas. Será esa urgencia la que la lleve a lanzarse al cine digital con el cambio de siglo. La cineasta llegó al cine a través de la fotografía y eso se traducirá en una vocación documental, por el registro; algo que empapará también sus ficciones. Eso no impedía que, en otras ocasiones, alcanzase una estilización fotográfica muy marcada —La felicidad (1965). La yuxtaposición de sendas formas, en ocasiones dentro de la misma cinta —La Pointe Courte, Sin techo ni ley (1985)—, daba lugar a una dialéctica particularmente fructífera. Agnès Varda encabeza el denominado Left Bank Group, un grupo de cineastas —Chris Marker, Alan Resnais, Henri Colpi, y, según el autor, Jacques Demy, Jean-Pierre Melville y Marguerite Duras— provenientes del documental y la fotografía, con vocación fuertemente experimental y una mayor influencia de la pintura y la literatura (a diferencia de los cinéfilos del grupo de cineastas-críticos de Cahiers du Cinema).
No obstante, la óptica bajo la que más se ha estudiado es la feminista, muchas veces con grandes dosis de paternalismo. Hubo directoras feministas antes que ella, tanto en el cine más mainstream (Dorothy Arzner, Alice Guy-Blaché, Lois Weber) como en el más experimental (Maya Daren, Germaine Dulac); incluso cineastas de su misma generación como Věra Chytilová, Liliana Calvani o la recientemente fallecida Lina Wertmüller. Curiosamente, su película más explícitamente feminista, Una canta, la otra no, muchas veces queda fuera de la ecuación en favor de la omnipresente Cleo de 5 a 7 (1962). Esa fijación con hacerla el único estandarte es provocada, en parte, por el efecto de arrastre de la Nouvelle Vague y de sus pesos pesados. Volvemos a la abuela.
Agnès Varda es una cineasta con un fuerte carácter beligerante, pese a no mostrarse tan agresiva como sus coetáneos. Sus luchas no se encierran en el feminismo, más bien se componen como un complejo tapiz donde cada una de ellas es un hilo enhebrado con el resto. De la misma forma, tampoco se la puede definir como un cine marxista, a pesar de los elementos herederos de la filosofía política y el siempre presente componente de clase: la realizadora siempre se muestra del lado de los oprimidos, ya sean los Panteras Negras, los trabajadores de una fábrica, los panaderos de su calle, una joven vagabunda o dos mujeres que cantan por conseguir el derecho al aborto. Como decíamos, su cine es la prologanción de su vida, de sus ideas, de sus miedos y de sus alegrías, de sus dudas; de su persona, al fin y al cabo.
Una cineasta de ojos curiosos, corazón humanista y pelo camaleónico que hace cine de exteriores, un cine que ocurre en, por y para la calle, desde sus habitantes. Es un cine subversivo hecho desde la empatía. Es un cine de diálogo, donde las palabras inundan el antes, el durante y el después del «¡Acción!». Quizá por ello, este documental donde la cineasta se funde y se hace una con su propia obra y que pone el punto final a su carrera sea una buena forma de comenzar un modesto dossier divulgativo en tres partes dedicado a Agnès Varda y a su marido, Jacques Demy.