Last Film Show y El contador de cartas inauguraron la segunda jornada de la Seminci. ¡Y qué manera de comenzar el día!
Por un lado, el director indio Pan Nalin toma su experiencia propia para crear su particular homenaje al cine. El mayor lastre de la película es el excesivo eco de películas y formas de hacer occidentales (solo el carácter melodramático del final resuena con la tradición cinematográfica india), pues uno no deja de preguntarse si eso no es otra forma de colonialismo, sociocultural en este caso. Ecos a Kubrick, a Fellini y a la omnipresente Cinema Paradiso, que contrastan con las películas que se proyectan en el Galaxy y que el joven Samay («tiempo») y sus amigos aman con pasión. No obstante, a diferencia de la película italiana, ahonda más en la cuestión cinematográfica y menos en el tono romántico, haciendo que el espectador camine el mismo sendero que el propio cine (fotografía estática, cámara oscura, ilusión de movimiento, cinematógrafo, cine narrativo) y aproximándose tanto desde una postura material como espiritual. Una obra, tierna y sencilla, que recuerda la magia del cine.
Paul Schrader, por su parte, presenta El contador de cartas a la competición por la Espiga de Oro, tras su paso por la sección oficial del Festival de Venecia. Tras First Reformed, donde el guionista de Taxi Driver resurgió de sus cenizas como director, retoma el trasfondo católico que ha marcado tanto su filmografía. El perdón, o su incapacidad para ello, es el motor temático de la obra, entendiéndolo como una forma de reconciliación del pasado, de pasar página, de cambio. Un antihéroe muy bressoniano, encarnado por un hierático y excelso Oscar Isaac (el año audiovisual es suyo: además de esta cinta, hay que añadir Dune y Escenas de un matrimonio), buscará esa redención, como el propio cineasta, ayudando a las nuevas generaciones a través de aquello que se le da mejor: el póker. Todo ello rodado con su característica austeridad formal y una narratividad envidiable para un director que, a sus 75 años, está viviendo una segunda juventud artística.
Por último, Misha and the wolves es un documental que busca relatar, con un excesiva dramatización, el caso de Misha Defonseca, una mujer que escribió en 1997 unas memorias falsas sobre su supuesta infancia en la Bélgica ocupada por los nazis. La cinta funciona mejor en su faceta narrativa, con una estructura y un ritmo envidiables, que en su carácter más histórico o documental, donde resulta subjetiva en exceso. Más interesante es, no obstante, inscribirla en el contexto de cuestionamiento colectivo de la posverdad y su reflejo cinematográfico.