Macbeth, el suprematismo y Rothko

I. Introducción al tableau vivant

La idea del tableu vivant («cuadro vivo») está presente en el cine desde su inicios: a La Pasión de Cristo de Alice Guy-Blaché, allá por el año 1902, se la ha denominado así, pues es una película compuesta por diferentes cuadros inspirados en ilustraciones y cuadros del tema. En realidad, hace referencia a una forma de actuación bastante antigua en la que se recrean cuadros o esculturas famosas a través de modelos y actores.

La asociación del cine con la pintura -a través de la  fotografía- responde a los parecidos en gran parte de la gramática utilizada en ambos medios (composición, uso del color) y por la proximidad temporal del fin de la pintura tradicional y la aparición del cine, así que es lógico que éste mirase hacia las formas artísticas socialmente aceptadas; sin embargo, el eslabón más importante entre el concepto de tableau vivant y el audiovisual es el teatro. Al fin y al cabo, éste será el principal medio del que el cine beberá en sus inicios -durante unos años, el cine fue, en gran medida, eso, teatro filmado. El propio Diderot animaba a las compañías de teatro a terminar las obras recreando alguna obra de arte, pictórica o escultórica, como forma de elevar la actuación. No era de extrañar pues, que el nuevo arte, que además presentaba un lenguaje parecido a lo que se pretendía simular, continuase esa tradición.

No han sido pocos los cineastas que han utilizado la pintura como medio de validación artística del medio -las vanguardias históricas  jugaron un papel clave a la hora de la consideración del cine como un arte mayor- o de la trascendencia de sus propios proyectos. Pasolini, Buñuel, Kubrick, Rohmer, Von Trier, Villaronga, Godard, Saura, Schrader o Brannagh son algunos de los autores que utilizan la historia del arte para enriquecer sus obras. De la misma forma, Edward Hopper, Van Gogh, Rembrandt, Goya, Vermeer, Boticelli, Escher o Piranesi son algunos de los artistas a los que se recurre con más frecuencia.

Nótese la evolución. En un principio, el tableau vivant era un acto desacralizador, donde el pueblo se rebela contra el marco y el aura de las obras originales, donde la imagen se hacía carne y se podían explorar otros puntos de vista. Hoy en día, esa acepción no se contempla -solo hay que mirar el desprecio con el cual se trata a los jóvenes en los museos que, sin saberlo, los realizan para subirlos a las redes sociales- y se ha convertido en una herramienta para la elitización, a través de una pretendida intelectualidad basada en referencias, de artes populares como el teatro o el cine.

Este es el primer artículo de una sección donde intentaremos explorar las diversas relaciones entre las artes plásticas (pintura, escultura, grabado, dibujo, arquitectura) y el cine. Y qué mejor manera de comenzar hablando de una película de reciente estreno: La tragedia de Macbeth de Joel Coen.

II. La cuestión del expresionismo

La gran influencia, según la crítica especializada, ha sido el expresionismo alemán, concretamente a través su faceta cinematográfica (Murnau, Wiene, Werner, Lang). No obstante, con estos comparten dos rasgos estilísticos: el uso del claroscuro y de la sombra y la teatralidad. En este último punto es donde más se entienden la relación entre el movimiento cinematográfico y la película, pues, como veremos, el principal objetivo de Joel Coen era crear una puesta en escena por y para el texto teatral. Las sombras y el claroscuro, en cambio, responden, por un lado, a las necesidades expresivas del blanco y negro y, por otro, a la influencia del noir (y, a través de ese hilo, sí podríamos establecer puentes con el expresionismo alemán). En ambos casos, la influencia es muy tangencial y heredera de inspiraciones más directas.

El elemento más cercano al expresionismo es La Bruja, interpretada por Kathryn Hunter. Los contorsionismos y los juegos de desdoblamientos que realiza la actriz sí se acercan más a los propuesto por los pintores alemanes. Tanto en su juego de voces como en su corporalidad rompen los límites de lo natural y de lo establecido para expresar con mayor contundencia una realidad: la fuerza sobrenatural del destino.

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Sin embargo, más allá de esa excepción, la película dista mucho de una influencia expresionista estricta, pues la expresión del interior de los personajes no rompe con los límites de lo representado. La expresión está en el texto y, hasta cierto punto, en las actuaciones (y aún así, Denzel Washington y Frances McDormand están mucho más desatados, por ejemplo, en Fences o Arizona Baby). A esto se suma la elección de no usar el color, algo inconcebible en la estética expresionista, donde la pigmentación era una de las herramientas fundamentales para la consecución de su objetivo.  Incluso las cumbres del expresionismo cinematográfico –Nosferatu, El gabinete del Doctor Caligari o El Golem– tenían, pese a las limitaciones tecnológicas de la época, pasajes a color, gracias a los diferentes entintados, que servían para realzar sentimientos y emociones. Y, por último, los escenarios, si bien resultan teatrales y, hasta cierto punto, se corresponden con el interior de los personajes, quedan lejos de las arquitecturas torcidas y diagonales que imaginaban los pintores alemanes. En su lugar, impera una limpia línea recta y los ángulos de 90º, que, como veremos, está en las antípodas del expresionismo: el minimalismo.

Por tanto, salvando esas pinceladas, La tragedia de Macbeth no respondería a una película de inspiración expresionista. Al menos de ese primer expresionismo.

Habiéndonos quitado ese peso de encima, empecemos.

III. Romanticismo e Ingmar Bergman

Y, ¿hay mejor sitio para empezar que por el inicio?

Lo primero que vemos es el cielo y la niebla, que pronto serán invadidos por una bandada de cuervos. Estamos en el exterior y Joel Coen rueda, en términos generales, los exteriores con aires románticos. La niebla, los cuervos, el castillo, las ruinas, las antorchas, árboles que se retuercen… muchos de los lugares comunes de la iconografía romántica aparecen representados. Solo hay un lugar que escapa a este tipo de representación: el boulevard de fresnos asociado al honorable Macduff. El propio interior del castillo tiene, además, un aire fantasmagórico, con los pasillos desiertos, sin apenas decoración y con el eco de los pasos retumbando.

El romanticismo, palpable explícitamente en muchas de escenas, también aparece incluido a través de las influencias de directores como James Whale o Ingmar Bergman. El primero, quizá el más extraño, es el más romántico de los dos, pero también es el que más había inspirado la versión del texto realizada por Orson Welles. Las influencias de las estampas de principios del siglo XIX se hicieron patentes en su adaptaciones de Frankenstein (la novela romántica por excelencia), El hombre invisible o El caserón de las sombras, entre otras y Joel Coen lo recoge tanto en su representación de cielos atormentados y oscuros, que auguran lo peor, como en la representación agreste del castillo -como en el caso de Whale, todo ello recreado de forma artificial en estudio. El tono opresivo que estos paisajes y cielos otorgan entran en estrecha relación con el cine de Bergman.

El cineasta sueco es, sin duda, la gran influencia de La tragedia de Macbeth. No es difícil ver en La Bruja a La Muerte de El séptimo sello o en Ross, e incluso en el propio Macbeth, a al personaje de Max von Sydow en la misma cinta. No es difícil de relacionar los pasajes oníricos que realiza Bergman con el que sufre Macbeth hacia el final de la cinta. Y no es difícil ver en muchas decisiones estilísticas la alargada sombra del director de Persona. Pero, ¿por qué estamos hablando de un realizador cinematográfico en un espacio dedicado a explorar influencias pictóricas?

Primero, porque es complicado entender la película de Joel Coen sin la obra de Bergman, tanto por la vía teatral como la cinematográfica. Y, luego, porque es aún más complicado entender al cineasta sueco sin hacer referencia a la Historia de la pintura occidental. El autor nórdico se ve influido, principalmente, por la pintura medieval de las iglesias de la zona donde creció, pero también se pueden rastrear referentes en el arte barroco y romántico.  La influencia del arte medieval es tal que, en muchos sentidos, El séptimo sello se puede concebir como una obra neorománica, en tanto emula un ideal pasado. Como se hizo durante el romanticismo del siglo XIX con diversos estilos, generalmente en clave arquitectónica, en el llamado Historicismo.

Será en el tratamiento de las arquitecturas y, sobre todo, en sus decisiones de puesta en escena cuando se aleje de toda figuración y se adentre en la abstracción.

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IV. Suprematismo, minimalismo y Rothko

Tampoco se puede decir que La tragedia de Macbeth sea cine suprematista ni minimalista, en el sentido estricto de los términos, ni que haya una voluntad referencial por parte del equipo creativo. No obstante, sí comparten algunas decisiones fundamentales, aunque sea con diferentes propósitos.

El objetivo del suprematismo ruso de principios de siglo XX y del minimalismo estadounidense de mediados es el mismo: eliminar todo lo superfluo y alcanzar el «arte por el arte». En otras palabras, la obra que vemos es el resultado de un proceso de desvastado intelectual que pretende que alcanzar el punto donde ésta solo hable de sí misma. Por tanto, nada de figuración ni de  interpretación  ni ningún elemento externo que pudiese ser distractor. Solo la obra por la obra. De ahí el «Cuadrado blanco sobre fondo blanco» de Malevich o los diseños de Donald Judd. Es el arte en su (máxima) mínima expresión.

Obviamente la película de Joel Coen es figurativa, tiene una historia y varias capas de interpretación. Tiene multitud de referencias al mundo externo y está muy lejos de ser arte por el arte. En cambio, la decisión más importante de toda la película corresponde a la decisión más importante en sendos movimientos artísticos: el desvastado. El mayor de los Coen, con el propósito de dar mayor importancia al texto original (del cual no se ha cambiado ni una línea de diálogo), decidió eliminar aquello que fuese prescindible o distrajese. Elimina el color, la relación de aspecto se reduce, los espacios están desiertos y las paredes desnudas, el vestuario es inmutable y apenas hay utilería. Hay todo un proceso de eliminación de lo superfluo, de aquello que no sea imprescindible para la contar la historia. El resultado es, como avisábamos, teatral. No como en Lars von Trier en Dogville, donde sí hay una reflexión metacinematográfica, cercana al arte conceptual, sobre las convenciones del medio. Su objetivo es mucho más pragmático y, como todo el cine que hizo con su hermano, sincrético -y, por tanto, alejado en su esencia de todas estas vanguardias-, pero sus formas y, por encima de todo, su deliberaciones creativas son muy similares.

De hecho, sería peligroso realmente hablar de influencia. Podría existir, desde luego, una inspiración buscada, tanto por parte de Joel Coen como de Bruno Delbonnel (director de fotografía), en el arte abstracto del siglo pasado. Como decimos, esto no sería nuevo. Sin embargo, su relación con sendas vanguardias es mucho más profunda. El equipo creativo de La tragedia de Macbeth tomó una serie de decisiones que se corresponde, en gran medida, con las decisiones tomadas por los artistas suprematistas y minimalistas. Resultados distintos, mismo viaje.

¿Y Rothko?

Rothko es, en teoría, un pintor expresionista. No de los alemanes de principios de siglo, sino de los abstractos que gobernaron el sistema de arte occidental en las décadas de los 40 y 50. Sus campos de color representan emociones profundas, en el sentido formal e intelectual.  Como el minimalismo y el suprematismo, es arte que, si bien también expresa emociones y habla tanto del artista como, sobre todo, del espectador, reflexiona sobre su propia condición. Pero no es esa la parte de  su obra nos interesa. Vamos con el santuario espiritual que diseñó, conocido como Capilla Rothko.

El edificio, un arquitectura octogonal de ladrillo con las paredes interiores cubiertas de estuco gris, tenía como objetivo ser un espacio espiritual para todas las personas, independientemente de su religión. Un tragaluz en el techo ilumina toda la estancia que se encuentra, salvo unas pinturas del propio artista y unos bancos, vacía. La idea era eliminar cualquier elemento que pudiese resultar simbólico para una religión o creencia. Por ello, también se escoge el negro como color sin colores. Los lienzos que cuelgan rodean al espectador, son profundamente negros para permitir una mayor inmersión espiritual dentro de cada uno.

Volvemos a lo mismo, la decisión de sustracción de todos los elementos innecesarios para la narración hasta llegar al acromatismo es la misma que se esconde tras la puesta en escena perpretada en La tragedia de Macbeth. No obstante, las similitudes con Rothko no terminan aquí. Con la eliminación de todos esos elementos que el cine suele cubrir, por el realismo que requiere, se abre un camino hacia la introspección y la proyección del espectador en la obra; algo que se ve potenciado por el propio texto shakespeariano y su capacidad «rorschachiana» de analizar al propio lector.

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