El 2022 ha sido el año de Guillermo del Toro. A principios, llegó a las salas internacionales (con las estadounidenses fue precoz) El callejón de las almas perdidas, remake del clásico del cine negro protagonizado por Bradley Cooper, Cate Blanchett y Roonery Mara; en octubre, coincidiendo con Halloween y la «spooky season» produjo para Netflix una serie antológica de terror donde curaba y presentaba a una serie de talentos más o menos desconocidos (Jennifer Kent, Panos Cosmatos, David Prior, Catherine Hardwicke o Ana Lily Armipour), El gabinete de la curiosidades; y, por último, tras un estreno limitado en cines, llega a la plataforma roja su último largometraje y su primera aventura en la animación stop-motion: Pinocho.
Aunque el título completo es Pinocho de Guillermo del Toro. Un complemento que es una decisión de markeking, tanto porque la persona pública del cineasta mexicano es tan grande que se ha convertido en una gran marca en sí misma (quizá en este maximalismo se pueda ver porqué la teoría de autor triunfa en un sistema capitalista) como para distanciarse de la versión realizada por Robert Zemeckis para Disney. Lo que se está leyendo como un acto de arrogancia también se puede entender como un reconocimiento a la tradición, pues, como ya se apuntaba en la crítica de El callejón de las almas perdidas, el cine de Del Toro siempre ha estado muy ligado a los cuentos, a lo oral. Y en lo oral, la repetición vence a la novedad y el autor se desvanece.
Pinocho regresa a nuestras pantallas. Es la 64ª vez que se acredita a Carlo Colldi, según IMDb (a saber el número de versiones no acreditadas que existen, como la cinta rusa de animación infantil de 2021, Pinocho. La verdadera historia, o que se han perdido) y el narigudo muñeco de madera que quería ser un niño vuelve en mitad de una guerra. Guillermo del Toro y Patrick McHale sitúan su historia en la Italia de entreguerras, donde los fantasmas de la Primera Guerra Mundial se daban la mano con las pesadillas premonitorias de la Segunda, todo auspiciado bajo el régimen fascista de Mussolini (que aparece caricaturizado en la cinta). Este contexto, les sirve a los guionistas de marco perfecto para poder establecer vínculos entre lo íntimo y el mundo. Y no hay nada más íntimo que el cuerpo: la rugosidad cerebral de la marioneta o la grieta que conforma su corazón son las primeras de muchas y muy diversas irregularidades que aparecen en la película, siendo la más importante la propia animación en stop-motion. Como Ámsterdam, Pinocho es un canto a la irregularidad, al desorden y a la individualidad frente al estado; un canto que tiene mucho de romántico y, como tal, termina contradiciendo uno de los grandes hallazgos temáticos de la cinta: la estrecha relación entre el capitalismo (Conde Volpe) y el fascismo (Mussollini). Dos figuras, el plutócrata y el autoritario, que no son ajenas en un filmografía que siempre estuvo muy pegada a lo popular, se enfrentan al monstruo.
De sobre es conocida la fascinación y el amor de Del Toro por los monstruos; una fascinación que esconde una sempiterna reflexión sobre la condición humana de fondo oscuro. A pesar de que El callejón de las almas perdidas alcanzaba cotas de misantropía inéditas en su filmografía, el realizador mexicano en Pinocho transforma toda esa rabia en melancolía y esperanza. Algo similar ocurre con el carácter cautelar de la novela original que queda olvidado y, en su lugar, nos encontramos con una odisea, con un viaje heroico (la estructura episódica de la novela, que rememoraba los cuentos y leyendas tradicionales, se mantiene fiel en la película) donde la marioneta aprenderá qué significa ser humano. Y aquí, Del Toro y McHale «arreglan» (o modernizan) el relato original, pues descartan la transformación final, sino que consideran que Pinocho siempre fue humano, aceptando al diferente por cómo es, no por cómo la normatividad exige que sea.
Pero Pinocho también se ha visto envuelto dentro de una guerra industrial (o guerras, pero vamos a olvidar la pugna entre plataformas digitales y cines). Pinocho de Guillermo del Toro es una película extraordinaria, de gran belleza y mayor ternura; la culminación de un año excepcional para un autor insólito, pero, por razones que la superan, es imposible no tener preferencia por la obra de Del Toro y Gustafson frente a la de Zemeckis (aparentemente no hay más Pinochos que entren en la ecuación). Pues tiene el relato cultural a su favor: artesanía (vs. industria), autor (vs. megacorporación), individualidad (vs. estado), manualidad (vs. digital), belleza (vs. utilitarismo). No es difícil ver en esta narrativa a los herederos de William Morris y las Arts and Crafts, movimiento increíblemente bienintencionado, pero de corte profundamente romántico. De la misma forma, no es difícil ver en la adoración al stop-motion una idolatría al trabajo y a las dificultades vitales que te hacen mejor, es decir, trasuntos estéticos de la meritocracia y de la retórica judeocristiana. Y esa imposibilidad dice mucho de nuestro tiempo y de la cultura que estamos caminando. Y es una pena, porque, como bien saben los fans de Ozu, Bresson o Hong Sang-soo, la repetición fomenta la diferencia; por tanto, no hay versus, solo versiones. Aceptemos, como Pinocho, al diferente.
Título original: Guillermo del Toro’s Pinnochio Duración: 117 min País: Estados Unidos, México, Francia Idioma: SN Director: Mark Gustafson, Guillermo del Toro Guión: Guillermo del Toro, Patrick McHale, Matthew Robbins Productores: Guillermo del Toro, Alexander Bulkley, Corey Campodonico, Melani Coombs, Gris Grimly, Lisa Henson, Blanca Lista, Jason Lust, Gary Ungar Fotografía: Frank Passingham Montaje: Holly Klein, Ken Schretzmann Música: Alexandre Desplat Intérpretes: Gregory Mann, Ewan McGregor, David Bradley, Cate Blanchett, Christopher Waltz, Ron Perlman, John Tuturro, Tim Blake Nelson, Fin Wolfhard
Sinopsis: Versión musical en animación stop motion de Pinocho, ambientada en Italia durante la década de 1930