Por Jorge Sánchez y María Valdizán Cuende
Con el cambio de siglo, la memoria empezó a ocupar un papel fundamental en la filmografía de Agnès Varda. Ya había coqueteado con el tema en algunas de sus películas —Jacquot de Nantes (1991), Sin techo ni ley (1985), Las cien y una noches (1995)—, pero serán los documentales el principal refugio para estas ideas —en gran medida, condicionada por la falta de financiación y de apoyo económico que percibió en la última etapa de su carrera. La primera obra en que lo aborda es, sin embargo, un cortometraje de 1983, Ulysse, y, desde entonces, será una constante que se irá haciendo cada vez más presente con los años hasta culminar en ese díptico final Caras y lugares y Varda por Agnès donde se explora, respectivamente, la memoria colectiva y la propia.
El cambio fundamental se da con Los espigadores y la espigadora. En ella, Agnès Varda, videocámara en mano, elabora un relato social de carácter etnográfico, donde explora la figura de los espigadores —en la línea de la obra realista del pintor Millet, particularmente el lienzo “Las espigadoras” que aparece mencionado explícitamente en la cinta— y sus variantes actuales. Lo que antaño era una práctica habitual, cada vez está menos extendida; sin embargo, el concepto ha evolucionado y se ha desarrollado, ampliando sus fronteras de significación. De este modo, desde las personas que recogen el material sobrante de cultivos, mercados o basuras hasta los artistas que, como ella, capturan fragmentos de la realidad a su antojo, los espigadores adoptan muchas formas. Así, se desvelarán los secretos del documental.
En primer lugar, su capacidad para el registro fotográfico permite recoger instantáneas del mundo; en segundo lugar, sin embargo, esas instantáneas están condicionadas por el marco (aquello que se muestra y aquello que no), pero también por cómo se desarrolla la escena; y, por último, éstas están yuxtapuestas y montadas junto a otras generando una realidad alternativa. De esta forma, con esa autoconsciencia —muchas veces cercana al carácter ensayístico— que carece el cine de ficción, el documental ha servido como campo de experimentación con el objetivo de representar la memoria en el cine, de hacer memoria a través del cine y de crear cine-memoria. Los documentales de Agnès, a través de su cinescritura, se enmarcarían en lo segundo.
Su cine es una continuación de su vida; filmar, un juego. “Para mi, que no tengo memoria, cuando vuelvo de viaje lo que he espigado resume todo el viaje. Cuando volví de Japón, espigué recuerdos en mi maleta” Varda confiesa en un determinado momento de la cinta. El soporte audiovisual como material memorístico, como forma de resistencia ante el corrosivo paso del tiempo, y la acción de la grabación/fotografía como principal técnica mnemoténica. Una memoria, no obstante, efímera, como representa la elegía que dedican a su amigo fallecido Guy Bourdin en un búnker abandonado en la playa, desaparecida al día siguiente por la acción del mar. Esa instánea y esa reflexión pertenecen a Caras y Lugares —penúltima película que codirigió junto al fotógrafo JR, registrando, en forma de road movie, una serie de intervenciones artísticas con fotografías murales gigantes en blanco y negro, la especialidad del joven artista callejero—, cinta donde la propia Varda se muestra más vulnerable y deteriorada que nunca, con problemas en la vista y de movilidad; de esta forma, la película serían sus ojos y sus recuerdos.
No obstante, en esa obra Varda también se adentra en el terreno de la memoria colectiva, una idea con la que ya había coqueteado en el díptico de Los espigadores y la espigadora. En ella, la representación fotográfica de las personas cotidianas hace que éstas entren en la esfera de lo público, de lo colectivo, y sus vidas y trabajos se vean alabados y recordados. En otras palabras, hombres y mujeres anónimos que de otra forma no alcanzarían esas cotas sociales, a través de las acciones cinematográfica y fotográfica y de su posterior exhibición en el espacio público.
Aun así, la primera película en la que aborda estas cuestiones, como decíamos al principio, es el cortometraje Ulysse. En él, Varda regresa a una playa donde había tomado una fotografía de una cabra muerta, un niño llamado Ulysse y un hombre desnudo. De esta forma, no solo se contrapone el paso del tiempo, sino que la cineasta se permite explorar los límites de la memoria y de la imaginación, jugando con la frontera entre ambos espacios. También sirve para dejar constancia de que las acciones creativas tienen un lugar físico concreto, no abstracto, que olvidamos porque no forma parte de la imagen final. No es de extrañar, entonces, que muchos de los documentales a partir de ese momento sean actos creativos en sí mismos, donde no se distinguen el proceso y la obra.
Pero la idea del retorno a un lugar, tanto físicamente como a través del cine/fotografía, también está presente en Los espigadores y la espigadora: dos años después; sin embargo, aquí lo hace desde el impacto humano o el estético. En la primera parte del díptico, ella afirmaba que recordaba aquellas historias personales que la han conmovido (como un hombre que espigaba en el mercado y daba clases de alfabetización como voluntario) y aquellas personas, objetos o lugares donde ha encontrado belleza (el cuadro, las patatas). Arte y vida; empatía y revolución. Por eso, Varda, animada por la positiva recepción del documental y por un deseo de reconectar con sus protagonistas, se embarca en otra aventura para ver qué impacto había tenido. De esta forma descubre que su obra ha impactado de diferente forma dependiendo de la persona, sino que hay una vuelta de tuerca más: ese impacto puede impactarla a ella misma. La obra se cierra con una escena que combina todas estas ideas. Alertada por un periodista emocionado por el documental, se da cuenta que ella se había rodado a sí misma como había retratado a su marido Jacques Demy en Jacquot de Nantes, de forma fragmentada y en plano detalle. Esta forma, inconsciente, sirve a Varda para retratar la memoria física, aquella que moldea nuestro deterioro y deja imágenes en nuestra carne. La obra terminará aplicando esta misma puesta en escena a una de las patatas con forma de corazón que protagonizan la cinta, representante de la regeneración natural.
El culmen de todas estas ideas se dará en Las Playas de Agnès. Lo personal y lo colectivo; la fotografía, el archivo y el cine; el ensimismamiento de los espejos y el mar infinito. A diferencia de mucho del cine (de ficción) actual que pivota sobre la memoria, Varda no tiene un particular interés por su infancia, sino que se dedica a caminar hacia atrás por todas las etapas de su vida, recuperando personas, lugares y obras con la intención de crear el paisaje mental más preciso posible. Un paisaje fragmentado, como el retrato de Demy, pero un paisaje conectado por los finos hilos entrelazados de su existencia y de su creatividad. El documental, pensado como la despedida de Agnès Varda del cine —afortunadamente esto no fue así y su pulsión creativa le llevó a seguir jugando una década más— una recolección de momentos, recuerdos e historias que culminan en una reivindicación de la vejez y de la vida; una película tan compleja como la propia cineasta, llena de ideas, ensoñaciones y suspiros.
En esa intersección tan fructífera entre el cine (documental) y la memoria, Agnès Varda vuelve a demostrar qué es el cine para ella: una experimentación, un juego; una búsqueda curiosa; un espacio creativo donde una mirada tierna y vitalista se conjuga con un poco de humor. La cineasta filma/juega con los camiones, investiga las arrugas de su mano o baila, habiendo olvidado apagar la cámara, junto a la colgante tapa del objetivo. Bailemos, pues.