Ficha técnica:
Título original:
Vortex
Director: Gaspar Noé
Duración: 142 min
País: Francia
Idioma: Francés
Intérpretes: Françoise
Lebrun, Dario Argento,
Alex Lutz, Kylian Dheret.

Sinopsis: Los últimos días de una pareja de ancianos que tienen demencia. La vida es una fiesta corta que pronto será olvidada.
Crítica
La trayectoria de Gaspar Noé siempre se ha visto marcada desde sus inicios por constantes como la juventud, los excesos y la violencia. En Vortex, el director se coloca en el polo contrario, la vejez, sin por ello dejar de lado su estilo personal y ese interés por la violencia, en este caso de la enfermedad y la muerte.
Vortex es la película más accesible del director francoargentino, aunque no por ello es menos difícil de ver. Si bien no incide en la violencia como en el resto de su filmografía, nos encontramos ante una película de terror cotidiano, desgarradora y empática, que adquiere ese carácter extremo a través del realismo. No es coincidencia que esta película llegue después de que Noé sufriera un derrame cerebral y después de la pandemia. Reflejo de su tiempo, la película canaliza la apabullante sombra de la muerte de los últimos años, recuperando su experiencia personal con la enfermedad de su madre.
Con tonos ocres y grises, la cámara se adentra en el piso plagado de libros de una pareja de ancianos. Abren la cinta la fecha de nacimiento de actores y director, una pequeña merienda de los ancianos en el balcón a modo de sueño idílico, la canción de Françoise Hardy, Mon amie la rose, que cuenta la vida de una rosa, un programa de radio donde varios especialistas explican el proceso del duelo. El dolor y el miedo a la muerte (ligado a la pérdida de sí) y la vida como sueño (dentro de un sueño, al igual que el cine) se establecen como motores de la película —que el propio Noé haya señalado que, en la recepción de la película, se está evitando mencionar el suicidio y la eutanasia, cuestiones a las que el cineasta hace clara referencia en el discurso de la película, pone de manifiesto el tabú presente en la sociedad no solo sobre la vejez y el miedo a morir, si no también sobre el deseo de la muerte cuando la existencia supone sufrimiento. De esta manera, Noé entreteje un relato delicado y pausado en torno a la demencia, que se entremezcla con la reflexión sobre la experiencia fílmica. La capacidad de improvisación es clave en el resultado —François Lebrun y Dario Argento (en su debut como actor) como los ancianos, Alex Lutz como el hijo; hasta el pequeño Kylian Dheret está perfecto—, pues, aún con apenas diez páginas de guión, los personajes quedan maravillosamente retratados. La duración y la lentitud de la cinta son necesarias para otorgar realismo y cotidianeidad, ahondando en el suspense y el terror. A pesar de lo que pudiera parecer, no estamos ante una película pesimista o nihilista: bajo la crudeza de la situación, hay ternura e incluso pequeños guiños de humor —lo ridículo de Argento teniendo una relación unidireccional con su amante, o el pequeño Kiki jugando con sus coches en mitad de una conversación importante. El director sigue abogando por una vida de disfrute, donde el sufrimiento, aunque real, no debería tener tanto protagonismo.
Noé sigue con la cámara a la pareja de ancianos (y, a veces, su hijo) para registrar los dos puntos de vista. Argento da vida a un hombre estancado en la negación: sabedor de que necesita ayuda para cuidar a su mujer, no acepta ir a una residencia ni que un cuidador la asista en su casa. Tratando de ignorar la realidad, se encierra en la escritura de su libro sobre los sueños en el cine; cuando su hijo le pregunta por su esposa, dice que la vigila, pero es difícil; y hasta tiene una amante que no es tal, porque no está interesada en él. El anciano parece creer que negando la realidad tiene poder y control sobre ella, lo único que hace es apuntar nombres y hacer listas. La mujer por el contrario acepta su enfermedad, prefiere ir a la residencia, porque sabe que es más seguro; e incluso la acepta en su delirio de que todavía es psiquiatra, recetándose medicinas a sí misma. Ella acepta la espera y la muerte; él huye encerrándose en su estudio y en el cine, en vez de dedicarle tiempo a su esposa o, en su defecto, aceptando la necesidad de un cuidador. La pantalla partida muestra los dos puntos de vista generando empatía, pero también suspense, al mismo tiempo que recrea la(s) realidad(es) de forma más precisa. Gaspar Noé coloca la cámara sin juzgar a sus personajes, intentando comprenderlos, pero los enfrenta, haciendo patente la soledad de cada uno, su aislamiento y su incomunicación. Frente a su desequilibrio destaca la actitud paciente y empática del hijo, ausente en la vida diaria de los ancianos, pero siempre dialogante a pesar de las críticas de su padre.
El relato sobre la vejez y la enfermedad también se aborda desde una reflexión profunda en torno a la identidad y su relación con la memoria y el espacio. El personaje de Argento no quiere abandonar su piso por todos los recuerdos que contiene, «no voy a tirar mi pasado»; Lebrun recoge una fotografía enmarcada y la guarda en su bolso —gesto común en los enfermos de Alzheimer. La memoria y los recuerdos son base de nuestra construcción como individuos; en su representación material, fotografías, libros y diversos objetos, conforman un hogar, como extensión de nosotros mismos. Los no-lugares que define Marc Augé son lugares de paso, de tránsito. Aeropuertos, estaciones, autopistas e incluso centros comerciales. Lugares vacíos, a pesar de ser frecuentados por personas, incapaces de evocar una sensación de pertenencia. En ese sentido, la casa se convierte en un protagonista más, oculto y omnipresente, que, solo al final de la cinta —unos planos fijos que recuerdan a los juguetes visores tomavistas que recogen fotografías de un destino turístico—, se revela como un espacio de tránsito, como un cuerpo sin recuerdos.
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