Ficha técnica:
Título original: Men
Director: Alex Garland
Duración: 104 min
País: Reino Unido
Idioma: Inglés
Intérpretes: Jessie Buckley,
Rory Kinnear, Paapa
Essiedu

Sinopsis: Tras sufrir una tragedia personal, Harper se retira sola a la hermosa campiña inglesa, con la esperanza de haber encontrado el lugar ideal para curarse. Pero algo o alguien parece estar acechándola. Lo que comienza como un pavor latente terminará convirtiéndose en una auténtica pesadilla, habitada por sus recuerdos y miedos más oscuros.
Crítica:
La isocefalia es una norma artística —que, si bien precede en muchos milenios al arte medieval, tuvo su particular época de esplendor a través del cristianismo— por la cual todas las cabezas se representan a la misma altura; así se transmiten con facilidad tanto la sensación de continuidad —no en vano uno de los espacios donde más se desarrollaban era en frisos— como la idea de igualdad. Esa es una de las razones que hace que la decisión de Alex Garland de utilizar a Rory Kinnear para (casi) todos los papeles masculinos sea tan brillante.
Pero, antes, hablemos de Pocahontas (1995).
O de Avatar (2009). O de Bailando con lobos (1990). O de Yuma (1957). O de Lawrence de Arabia (1962). O de El último samurái (2003). Elegid. Todos esos ejemplos se engloban dentro de un arquetipo mesiánico poscolonial, es decir, todas esas películas narran el conflicto interior de un colonizador que se cambia de bando para liberar al pueblo sometido. Es una narrativa partenalista que, en el fondo, reconoce los errores cometidos, pero sin devolver los espacios de poder. En los últimos años este fenómeno se está haciendo cada vez más patente también en materia de género e identidad sexual, pues las reflexiones (ficcionadas o no) sobre las masculinidades, en más de una ocasión, sirven para opacar y silenciar la protesta feminista. Men solo es el último ejemplo; y el más obvio.
En Men, Alex Garland explicita algunas de las temáticas que venían apareciendo en su obra desde su debut en la dirección, Ex Machina (2015). No en vano, en aquella cinta Caleb (Domhall Gleeson), el protagonista y el alter-ego del cineasta, tenía un arco donde, como Moisés, salvaba a Ava (Alicia Vikander), una androide sometida por su creador, para acabar excluido de la Tierra Prometida. Estas ideas nunca han aparecido con tanta fuerza como en su nueva película, pues, y dejando ya de lado la actitud mosaica del propio director, la iconografía del Edén empapa la película a través de sus paisajes, pero, sobre todo, a través de su paleta de color (rojo-verde). Tras la muerte de su ex-marido, Harper (Jessie Buckley) se retira a un lujoso caserío (manzano en el jardín incluido) en un pequeño, pero idílico pueblo de la campiña británica. La representación (problemática) del Pecado Original no es la única iconografía cristiana que aparece y, a su vez, el cristianismo no es la única creencia que tiene representación: Green Man y Sheela na Gig se encuentran esculpidos en la pila bautismal de la iglesia del pueblo. De esta forma, se revela el mensaje último de la película: es un problema (cultural) de muchas generaciones. Y de esta idea se desprende —explícitamente en una de las secuencias más impactantes de la cinta— que todos los hombres tengan el mismo rostro. Da igual si la realidad es así o es producto de la imaginación de Harper, lo que importa (al menos a Garland) es el terror que produce; y eso se traduce en una de las mejores secuencias (de horror) del año: una home invasion donde los conceptos de igualdad y continuidad de la «isocefalia clásica» se subvierten para llegar a cotas muy profundas de miedo.
La manera a través de la cual el realizador se acerca a la iconografía, tanto cristiana como pagana, bien podría definirse como pop (por su vaciado de significado, otorgando uno propio después), pero entronca con la apropiación de otros elementos culturales que lleva ocurriendo desde tiempos inmemoriales. En otras palabras, no construye sobre su significado pasado, sino que se inventa uno propio. Un acercamiento superficial que también está presente en el propio mensaje «feminista», que pivota incesantemente sobre el machismo estructural —porque, salvo en la plasticidad de la última escena, tampoco hay un comentario autocrítico sobre la masculinidad— y no va más allá de lo que podría considerarse un eslogan. Porque Alex Garland no sostiene un discurso intelectualizado ni matizado al respecto, más bien al contrario. El creador de Devs parece empeñado en realizar una poderosa fábula moral, cuyos personajes representan ideas más que personas y cuyo mensaje se transmite a través de la experimentación física y sensorial del horror. Vista desde ese prisma, la simpleza se transforma una fuerza descomunal que impulsa los momentos de terror a límites escalofriantes. No estamos muy lejos, al fin y al cabo, de Caperucita y el lobo y es una postura de doble filo: aunque la postura y la forma sean encomiables, si, a excepción del comentario generacional, se mantiene el mismo mensaje que un cuento tradicional de siglos —o milenios— de antigüedad, algo no funciona como debería. Quizá el hecho de ser un hombre contando una cautionary tale sobre lo peligrosos que son los hombres: suena a algo que diría el lobo, ¿no, abuelita?
Y uno no puede evitar pensar en Una chica vuelve a casa sola de noche (2014) de Ana Lily Amirpour o en El caballero verde (2021) de David Lowery, película con la que comparte iconografía, pero que, sin embargo, esconde un discurso autocrítico mucho más maduro y complejo sobre la masculinidad, asociado a la épica y a la oralidad y, por tanto, a la Historia. Pero volviendo al terror, la cinta de vampiresas iranís de la directora estadounidense es diferente, desde luego; menos física y más intelectualizada, más hipster quizá; sin embargo, explora también las dinámicas de poder a través de una forma similar: a través del terror y a través de un pequeño juego fantástico —¿y si las tornas estuviesen cambiadas? ¿Y si todos los hombres tuviesen la misma cara?—. No obstante, el distinto impacto que tienen y tendrán también habla de dinámicas y espacios de poder; y de lo poco que comprende (o peor, lo mucho que lo ignora) Alex Garland el mensaje de su película: que él, como hombre blanco cishetero, tiene un privilegio histórico que desequilibra las relaciones de poder.
Men es más memorable cuando se entiende como una propuesta física y sensorial, cuya simpleza invoca la fuerza terrorífica de las fábulas morales, pero también cuando se entiende como horror histórico, donde la futilidad de un individuo se enfrenta al peso de miles de años de culturas discriminatorias. Pese a ser una obra llena de contradicciones —unas más jugosas que otras—, Alex Garland se mantiene fiel a sí mismo tanto en temas (las relaciones entre utopía y distopía, traumas, revolución en femenino con una mirada paternalista) como en formas (puesta en escena sencilla y precisa, importancia del color); y eso, en última instancia, termina siendo problemático. Pero, si alguien decide atravesar el túnel a sabiendas de lo que va a encontrar al otro lado, podrá disfrutar de una gran película de género, un cuento que, en lo bueno y lo malo, cristaliza lo convulso de nuestros tiempos.