Ficha técnica:
Título original:
Un monde
Director: Laura Wandel
Duración: 72 min
País: Bélgica
Idioma: Francés
Intérpretes: Maya
Vanderbeque, Günter Duret,
Karim Leklou, Laura
Verlinden, Léna Girard
Voss, Thao Maerten,
Laurent Capelluto.

Sinopsis:
Nora entra en primaria y poco después descubre el acoso que sufre su hermano mayor, Abel. Nora se debate entre la necesidad de integrarse y su hermano, que le pide que guarde silencio.
Crítica:
El colegio asusta, pero el patio del recreo puede asustar incluso más. La opera prima de Laura Wandel se caracteriza por lo asfixiante de su propuesta estética, donde la cámara — a caballo entre los Dardenne y El hijo de Saúl— sigue a la pequeña protagonista, encerrándola en sofocantes planos donde la angustia se hace paso desde el comienzo. El miedo a la experiencia escolar aún desconocida, muy pronto se tornará presión y necesidad por encajar en el sistema social.
Un pequeño mundo nos permite asistir a la experiencia de Abel, víctima de bullying, pero siempre a través de la percepción de su hermana pequeña, Nora. Si la historia debe entenderse desde la posición de la pequeña —donde la jovencísima Maya Vanderbeque conmociona con su magistral actuación—, la interpretación que nos queda es desoladora; solo encontramos desesperación. Los malos momentos superan a los positivos, las secuencias en el comedor o en el patio (donde tienen lugar la mayor parte de agresiones) superan a las de las aulas, casi anecdóticas. La percepción de Nora es pesimista y refleja su constante preocupación, que surge de dos lugares: el temor por la seguridad de su hermano y el miedo al rechazo social. La violencia se apodera de los niños que, ya desde su temprana experiencia en el recreo —y cegados por una mala comprensión de la libertad— se vuelven sujetos políticos inconscientes de la responsabilidad de sus actos. Los chicos se decantan especialmente por la fuerza física mientras las niñas por la violencia verbal y psicológica, pero todos usan una misma estrategia: la repudia social. Nora se siente atrapada en un sistema que le hace elegir entre la aceptación social y su propio hermano, mientras los educadores dan palos de ciego ante una situación que no saben cómo controlar.
A medida que se desarrolla la historia, la cuestión del acoso escolar pierde importancia frente a la cuestión aristotélica: las personas somos seres sociales por naturaleza —al fin y al cabo, la película pretende ser una representación del mundo a pequeña escala, como ya sugiere el título. Así, el poder entra en juego de manera irremediable en la organización social y en conjunción con el tópico hobbesiano homo homine lupus est. Incapaces de gestionar la convivencia de manera saludable, las relaciones en la escuela se traducen en intercambios de poder —sin que los niños sean conscientes de lo que significa y conlleva. La frustración por no sentirse parte de un grupo se transforma en rabia. A través de estas dinámicas, Abel pasa de ser una víctima a un agresor, la sociedad se rige por la ley del más fuerte y comprende que solo puede elegir entre dos opciones: comer o ser comido. Wandel no incide en otras causas del problema, el contexto familiar ni la educación afectiva, sino que se centra en nuestra naturaleza social y política y su relación con el hecho de que las víctimas se convierten en agresores potenciales; el bullying surge de una autoprotección anticipatoria a verse en el lugar del agredido.
La dureza del relato se hace paso en la garganta del espectador causando un nudo durante todo el metraje. Es imposible no salir con mal cuerpo de este tipo de obra que acierta enfocando la narración en la sensorialidad, en transmitir una profunda angustia. La cinta de Wandel no parece plantear preguntas directamente, solo muestra lo que pasa en las escuelas, un retrato crudo y desolador pero necesario, que expone realidades en vez de apartar la mirada. Poner el tema sobre la mesa tampoco es algo sencillo y no se pretende desmerecer la obra, magistralmente realizada; sin embargo, la película participa del privilegio intelectual del que disfruta el pesimismo y termina siendo menos reflexiva de lo que aparenta. Se echa en falta una exploración de la afectividad que arroje esperanza y vías de cambio. Pero, a pesar de todo el dolor mostrado en la película, no debemos olvidar su comienzo y final, el abrazo (y el amor) como acto de poder sobre las emociones del otro; no es en vano que la cinta termine con un abrazo de los dos hermanos. Pero los límites han llegado demasiado lejos y la obra parece decir «esto seguirá sucediendo». Los niños pueden ser tan crueles como los adultos y verdaderamente, el patio del colegio asusta. Demasiado.