Crítica ‘Mantícora’

Puntuación: 5 de 5.

Numerosos historiadores del arte han puesto en duda el título Saturno devorando a sus hijos de Francisco de Goya, jugando las cartas de que el pintor nunca dio nombre a ninguna de las Pinturas Negras y de la ausencia de atributos iconográficos asociados a Cronos/Saturno según la tradición occidental. Unos pocos, entre ellos el español Valeriano Bozal, se aventuran con una interpretación alejada del psicoanálisis y del paso del tiempo: es un hombre mayor violando a una joven mujer. Para más inri, el foco de la pintura es el hombre, desquiciado, que en un arrebato de locura ha cometido el acto atroz; y, en su mirada, vemos la consciencia del horror, el reconocimiento de su falta de humanidad y la aceptación de su propia naturaleza monstruosa; y de su incapacidad para cambiarlo.

El Saturno, junto al resto de las Pinturas Negras, es una de las múltiples referencias que Mantícora, el cuarto largometraje de Carlos Vermut, despliega en torno a los monstruos y al universo de intereses personales de su director, pero seguramente sea la que conecte más profundamente con el tema de la cinta. Aunque no solo por eso, sino también porque se trata de una pintura privada, realizada para la cocina de su casa, sin intención de que el público tuviese acceso a ella. Es lo monstruoso en el hogar, la corrupción de lo íntimo y, por tanto, de la sociedad.

El director madrileño nos presenta a Julián, un diseñador de «monstruos» para videojuegos. Julián es pedófilo; intenta ocultarlo, pero no puede evitar su naturaleza cuando saca a Cristian, el hijo pequeño de su vecina recién mudada, de un incendio —el evento es significativo: Julián apaga las llamas (externas, pero también internas) para salvar al niño. Y Julián conoce a Diana, una estudiante de aspecto aniñado que cuida de su padre enfermo. Como el Saturno de Goya, Nacho Sánchez, quien ofrece una de las interpretaciones más sutiles y bonitas del año, se muestra vulnerable y sufridor. Es imposible no simpatizar con él, con esos ojos inquietos llenos de temor y tristeza, pues, pese a todo, su brújula moral es la correcta, incluso en los momentos más oscuros. Al contrario que Saturno, no se deja llevar por el arrebato, sino que predomina la razón. Él es la víctima de sí mismo. No deja de ser un moderno Frankenstein o un Hombre Lobo, determinados por su maldición pese a ellos mismos. Así, Vermut se adentra en terrenos poco explorados —Sparta de Ulrich Seidl no se atrevió a llegar tan lejos, pese a algunos indicios—y lo hace generando un relato pertubador, sin concesiones, pero con gran humanidad y empatía.

Sin embargo, eso solo es el punto de partida para hablar de otros temas. En primer lugar, acompañando el dilema interior de Julián, se encuentra el debate sobre las imágenes y su impacto. Puede que no haya un movimiento de cámara más bello y terrible que aquel que muestra la nada que se encuentra frente a él y con la que interacciona gracias a las gafas de realidad virtual —en un plano que tiene no poco que ver con el partido de tenis final de Blow-Up de Antonioni. El debate sobre la representación se enfrenta a la necesidad de expresarse en un espacio íntimo y seguro para que aquello no escale a la realidad, con el autor posicionándose, con reservas, a favor de lo segundo. No obstante, el juego de realidad virtual no es la única forma con la que Vermut juega con la representación, sino que toda la parte central de la cinta se adentra en un subgénero de películas psicoanalíticas, rememoraciones modernas del mito de Pigmalión, cuya cúspide es Vértigo (Alfred Hitchcock, 1957). Y, aún así, el director y guionista se guarda una carta para la última escena, donde da la vuelta al subgénero, siempre construido desde la mirada masculina (en esto Hitchcock también fue un maestro): ese plano final (y todos los diálogos, planos y situaciones anteriores que ayudan a construirlo) problematiza el deseo femenino, enturbiándolo y mostrando sus monstruos; y, con ello, alcanzando la igualdad. Extraña, todo sea dicho, pues siguen estando los destellos de misoginia que circulan por su filmografía.

De esta forma, se revela la verdadera naturaleza de la película: el lado oscuro de un relato rohmeriano (esos paseos, esos museos, esa forma de hablar y esos vestidos primaverales) a la madrileña. Es una historia de amor, donde ella, en vez de ser un ser angelical, inocente y bello, es otro monstruo. Y es un amor tan oscuro como puro, pues ambos conocen sendos secretos y pueden ser honestos con el otro. Han alcanzado un espacio seguro para ambos, y para la sociedad. Cabe recordar el interés que tiene Vermut en la dialéctica entre lo social y lo íntimo —y cómo lo social termina por penetrar en lo íntimo—que se refleja a través de la dicotomía exterior/interior. Es en la búsqueda de esos espacios donde el realizador de Diamond Flash (2011) alcanza la universalidad —hay que tener ojo a la hora de traducir la filia de Diana, pues puede ser problemática—, trascendiendo la anécdota psicológica, y es en esa aspiración donde moderniza el cuadro de Goya, superando el (pre)romanticismo de la propuesta pictórica y alcanzando un humanismo racionalista e ilustrado.

La modernidad europea confluye con el clasicismo de sus imágenes. No hay plano calculado ni movimiento de cámara innecesario; los primeros planos surgen en los momentos más importantes (¡ese plano en el telefonillo, en el umbral del edificio, casi a modo de confesionario! ¡O ese rostro desencajado, dolorido y angustiado que Nacho Sánchez entrega en el momento de mayor tensión de la cinta!), el montaje (externo e interno) casi invisible y la ausencia de música confieren un carácter aséptico a la narración y la iluminación ayuda a crear la mayor mundanalidad posible (todo es gris y marrón, no hay nada extraordinario en la superficie). Los juegos con el fuera de campo y lo sugerido siguen siendo el pilar del estilo del guionista madrileño, que empieza a tantear narrativas minimalistas, y la razón que eleva algunas de las escenas.

Mantícora es el colofón de un gran año de cine español donde los monstruos, a pesar de las apariencias, han estado muy presentes (As Bestas, Alcarràs, Cinco lobitos, Un año, una noche, El Agua, Unicorn Wars, No mires a los ojos). También es la re-imaginación de uno de los autores nacionales más interesantes, que ya comenzó el año en unas coordenadas similares (La abuela) y que culmina por todo lo alto. Y, además, es una película que puede presumir de sostenerle la mirada a una de las grandes obras del arte español. Poco no es.

Por María Valdizán CuendeJorge Sánchez 


Título original: Mantícora Duración: 115 min País: España, Estonia Idioma: Español, catalán Director: Carlos Vermut Guion: Carlos Vermut Productores: Pedro Hernández Santos, Alex La Fuente, Roberto Butragueño, Amadeo Hérnandez Bueno, Álvaro Portanet Hernández Fotografía: Alana Mejía González Montaje: Emma Tusell Intérpretes: Nacho Sánchez, Zoe Stein, Catalina Sopelana, Javier Lago, Patrick Martino, Ángela Boix, Joan Amargós.

Sinopsis: El veinteañero Julián es un exitoso diseñador de videojuegos que vive atormentado por un oscuro secreto. Cuando Diana aparece en su vida, Julián sentirá cercana la oportunidad de ser feliz.


BTEAM Pictures

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