Crítica ‘La Quimera’

Puntuación: 5 de 5.

La herencia de Pier Paolo Pasolini en el cine (italiano) de festivales es incalculable. Prueba de ello es Futura, un proyecto encabezado por dos de las puntas de lanza del panorama de autor del país mediterráneo: Alice Rohrwacher y Pietro Marcello, que codirigen junto a Francesco Munzi. En el documental, los realizadores retoman la estela del Pasolini de Encuentros de Amor para preguntar(se por) a las nuevas generaciones, por sus problemas y por su futuro. No obstante, la sombra del director de Salò, o los 120 días de Sodoma va más allá: es imposible entender las biofilmografías de Rohrwacher y de Marcello sin pasar por sus imágenes. Desde la preocupación por el desarraigo cultural y la destrucción de las culturales orales y obreras que provoca el capitalismo y la cultura de consumo hasta la reivindicación de la fisicidad y la materalidad cuerpos y los rostros del cine, muchas de las imágenes, de los personajes o de las propias historias de estos nuevos cineastas tienen ecos claros con la obra pasoliniana y, sin embargo, hay algo en el cine de estos realizadores que no termina de estar a la altura del espíritu estético y político de Pasolini, más cercano a un «neopasolinismo» que a un Renacimiento. Y La Quimera es un caso paradigmático.

La nueva película de Alice Rohrwacher narra las aventuras de unos «tombaroli«, un variopinto grupo de saqueadores de tumbas etruscas que buscan hacerse ricos para dejar de trabajar. Los lidera Arthur, quien sufre el duelo por la muerte de su amada Beniamina, gracias a un poder especial para localizar los tesoros escondidos. Este poder hace que viva entre dos mundos, entre el pasado y el presente sin terminar de pertenecer a ninguno; o dicho de otra forma, es un muerto en vida. Es esta relectura del mito de Orfeo y Eurídice la que vertebra un relato extraordinariamente bien escrito, capaz de equilibrar sin aparente esfuerzo una sutil estructura clásica en tres actos con una serie de pasajes líquidos, fugas, matices y recovecos donde perderse y deleitarse.

La Quimera es una película encantadora. Es divertida, arrebatadora, inteligente, bella, optimista, oscura, fantástica y llena de poesía; cuenta con unos actores en estado de gracia (¡el rostro de Carol Duarte!), con un diseño de arte y vestuario espectacular y con uno de los mejores pósters cinematográficos de los últimos años; y reflexiona con profundidad sobre las múltiples caras y formas que puede adoptar un tesoro, sobre los mitos y fábulas, sobre las relaciones entre lo material y lo espiritual en el arte y en la vida y sobre los dos grandes temas de la humanidad, la vida y la muerte. Insisto, La Quimera bien pude ser una de las películas del año. Y, sin embargo, uno no puede evitar sentir que Arthur es una personificación del propio cine de Rohrwacher: su cine, como el de Marcello, es un cine que vive en el pasado y es incapaz de proyectarse hacia futuro.

Empezando por la propia ambientación en los años 80, década de infancia de la directora y en la que también se ambientó su anterior largometraje, Lázaro Feliz. Los 80 aparecen poco, pues la película se mueve en terrenos más liminales, pero dotan de una iconografía nostálgica suficiente en su superficie como de un lugar ya conquistado en la lucha política, de una sociedad ya analizada, de una visión del mundo compartida.

Si seguimos, en rigor, sus personajes son personajes estrictamente cinematográficos, sacados de un imaginario personal con voluntad mítica y capaz de mezclar los habitantes de universos tan chocantes como Federico Fellini, Steven Spielberg o el ya citado Pier Paolo Pasolini. Y, como personajes cinematográficos, están atravesados por una atemporalidad: el cine de Rohrwacher —el de Marcello, en cambio, sí suele estar constreñido en unas coordenadas temporales concretas— desliga a sus personajes y sus historias de la realidad, acercándolos al terreno de la fantasía y de la abstracción, del mito, en una fábula que intenta no dialogar con el presente, pues es el destino, no el medio a través del cuál transformar la realidad presente. Porque ya no hay realidad, solo una ilusión, que parece real, proyectada sobre una pantalla blanca.

Incluso la propia trama de La Quimera romantiza toda una civilización (la etrusca) a raíz de sus restos, al más puro estilo decimonónico —es más La Decisión Dramática que toma Arthur a mitad de película tiene su correspondencia teórica en los escritos sobre conservación de John Ruskin: «Los antiguos edificios no son nuestros. Pertenecen, en parte a los que los construyeron, y en parte a las generaciones que vendrán. Los muertos aún tienen algún derecho sobre ellos: aquello por lo que trabajaron… Nosotros no tenemos derecho a destruirlo.«—, al tiempo que establece una utopía matriarcal. Una utopía ubicada en un limbo geográfico (entre la ciudad y el campo) y temporal (en una estación de trenes abandonada). Una utopía de formas anarquistas y cristianas, incapaz de ser habitada por su protagonista porque es eso, una utopía, un proyecto inmaterial que pertenece exclusivamente al ámbito de las ideas. Una quimera.

Si profundizamos en sus formas, lo primero que salta a la vista es cómo sus imágenes de 16 mm delatan un fetichismo contradictorio por el celuloide, por sus texturas granuladas y por su carácter «artesanal» —en la misma medida que las Arts and Crafts románticas era artesanales— y, por tanto, de «resistencia» frente a la imposición de la tecnología digital; o dicho con otras palabras, dejan patente un gusto por una materialidad del cine del pasado, que se está perdiendo —en teoría, porque la realidad es que el celuloide está resurgiendo entre los cinéfilos y cineastas y está encontrando u hueco importante en los mercados independientes— en una sociedad homogeneizadora donde las imágenes son de extinción rápida. Yendo un poco más lejos, salvo en determinados momentos localizables cuando Rohrwacher se permite jugar un poco con las formas rompiendo la tónica habitual, la herencia de Fellini y Pasolini en sus imágenes es incalculable. Todo ello filtrado por su mirada personal, pero incapaz de definirse sin mirar al pasado.

Esta especie de maldición es la misma que aquejó a las artes tradicionales en el siglo XIX, cuando los habitantes occidentales culteranos de ese extenso período hablaban de «El mal del siglo» por su incapacidad para definirse en el presente de cara al futuro. Y, salvando las distancias, no les faltaba razón, pues (a excepción del naturalismo y otros irreductibles), todos los movimientos artísticos del siglo XIX compartían una idealización del pasado (por Grecia y Roma, por el Renacimiento, por el gótico y los distintos «neos», por la Historia reciente…) que, en contraste, con el siglo XX, un siglo donde los artistas hipotecaron el futuro en su huida hacia adelante, donde la novedad era la única moneda.

Algo similar ocurre con el cine desde el agotamiento de la modernidad, precisamente, en los años 80: ya no hay revolución posible y, por tanto, no hay futuro. Desde la posmodernidad, la negación de ese futuro ha sido una constante, desde el auge de las distopías hasta todo el cine de Quentin Tarantino. Tampoco hay nuevas religiones; quizá siempre fueron lo mismo. Dejando a un lado el debate planteado en torno cómo la trascendencia se filtra en los temas de muchos de los directores de la modernidad (Bergman, Bresson, Tarkovksi…), la experiencia social de este cine es, emninetemente una experiencia (para)religiosa que extiende sus tentáculos por todos los recovecos posibles, desde la arquitectura hasta los debates teológicos (doblaje vs. no doblaje, remakes y un largo etcétera). El cine ha de enseñar sobre la vida y sus sentidos y, para ello, como decía Tarkvoski, ha de enseñar sobre la muerte. La Quimera, en tanto cine heredero de la modernidad, lo lleva escrito en la frente.

Desde la continua recuperación de los pájaros como representación iconográfica de las almas hasta el punto de inflexión de la cinta, cuando expolian un santuario, donde Arthur se aleja de los presupuestos capitalistas —renegando de la dialéctica entre los tombaroli (pobres que buscan un tesoro para salir de la pobreza) y los poderosos (caracterizados por la avaricia) y, reconociendo quizá inconscientemente, que toda acción romántica es, esencialmente, conservadora— para adentrarse en un terreno espiritual. Hay fe en La Quimera, no una fe religiosa necesariamente; pero hay fe. Y también hay una deseo de superación de lo material, de evitar ese vórtice existencial de lo terrenal que hace caer a Arthur al suelo una y otra vez para alcanzar el plano de la ideas, ya sean abstracciones utópicas o sueños del Más Allá; un deseo de trascendencia, de excisión de la sociedad y de la realidad.

Hoy en día, sigue habiendo cineastas empeñados en desentrañar los misterios del cine del futuro, desde el último Jean-Luc Godard hasta las hermanas Watchowski, pasando por Bertrand Bonello, Jonathan Glazer o Jane Schoenbrun, por mencionar solo algunos que estrenan obra este año. Alice Rohrwacher no está interesada en este cine del futuro, sino con el pasado. Hay algo museístico en su actitud estética; como, si ante el peso de la Historia del cine, la cineasta solo pudiese preocuparse por la pervivencia de los restos de un arte, conservando las formas pasadas en las películas del presente. Un gesto de renuncia al futuro que (quizá) constata uno de los grandes narrativas del audiovisual contemporáneo: el cine tal y como lo hemos conocido es un muerto en vida.

Pero es, frente a esa perspectiva de muerte, frente a ese momento donde las formas y los temas ya no importan, donde el amor que siente la cineasta italiana por las historias en todas sus formas, por el arte en todas sus formas, por las personas en todas sus formas da un sentido, quizá temporal, a todo. Y es que el cine de Rohrwacher esconde, en realidad, una mirada infantil. Bajo todas las capas de oscuridad, política y estética, La quimera es una película sobre las historias contada con la incredulidad de una niña que descubre un juguete óptico —momento que escogen para imprimir los créditos de apertura—, no desde la erudición o la competición intelectual, sino desde el amor. Es esta postura tan primigenia, tan honesta, la que termina por provocar miles de contradicciones en su discurso temático y, en menor medida, formal; una postura puramente política. Y, si bien Alice Rohrwacher nunca tendrá la altura intelectual de Pier Paolo Pasolini —¿quién sí?—, sí tiene sus contradicciones, su entrega arrebatada y su humanidad desbordante. Y eso no es una quimera.


Título original: La Chimera Duración: 130 min País: Italia, Francia, Suiza, Turquía Idioma: Italiano, inglés Dirección: Alice Rohrwacher Guion: Alice Rohrwacher, Carmela Covino, Marco Pettenello Productores: Carlo Cresto-Dina, Paolo Del Brocco, Olga Lamontanara, Michela Pini, Olivier Père, Amel Soudani, Eli Bush, Jeff Deutchman, Alexandra Henochsberg, Manuela Melissano, Pierre-François Piet, Tom Quinn, Michael Weber Fotografía: Hélène Louvart Montaje: Nelly Quettier Intérpretes: John O’Connor, Carol Duarte, Vicenzo Nemolato, Isabella Rossellini, Alba Rohrwacher, Lou Roy.Lecollinet, Giuliano Mantovani, Gian Piero Capretto, Ramona Fiorini, Yile Yara Vianello

Sinopsis: Todos tenemos una quimera, algo que deseamos hacer, tener, pero que nunca encontramos. Para la banda de ‘tombaroli’, los ladrones de antiguas tumbas y de yacimientos arqueológicos, la quimera es soñar con dejar de trabajar y hacerse ricos sin esfuerzo. Para Arthur, la quimera se parece a Benjamina, la mujer a la que perdió. Con tal de encontrarla, Arthur se enfrentará a lo invisible, indagará por todas partes, penetrará en la tierra, decidido a encontrar la puerta que lleva al Más Allá de que hablan los mitos. En su osado recorrido entre vivos y muertos, bosques y ciudades, fiestas y soledades, los destinos de los personajes se cruzan, todos en busca de su quimera.


Elástica Films

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