How to have sex/Hotel Royal: el consentimiento como la última frontera

Desde un tiempo a esta parte, los relatos sobre la violencia de género se han multiplicado, consecuencia directa de la irrupción del #MeToo en la conversación pública y, por tanto, de la aparición de un mercado claro para esas historias. No es de extrañar, entonces, que dos películas como la británica How to have sex y la australiano-canadiense Hotel Royal puedan coincidir en cartelera. De hecho, lo extraordinario es que compartan cartel con la restauración de Not a pretty picture de Martha Coolidge, documental de 1976 sobre el abuso sexual y sus contextos. No obstante, sí es extraño que los dos estrenos sí compartan una idea: su vinculación con el western.

How to have sex cuenta la historia de tres amigas que se van de vacaciones al sur de Reino Unido. Su plan: ir de fiesta, bailar, alcoholizarse, divertirse y perder la virginidad. Así, se acoge de forma muy explícita a los códigos de las ficciones sobre ritos de paso. Durante el primer tramo, el debut en la dirección de Molly Manning Walker parece beber del cine de Harmony Korine, en particular de Spring Breakers, o de la comedia adolescente al estilo American Pie o Supersalidos; pero, a medida que avanza el relato, la película se aleja de ese ambiente festivo para, primero, dar paso a la pérdida de la inocencia a golpes —ritual iniciático por excelencia— y, segundo, mostrar su lado oscuro, los entresijos invisibles que coercen a la disidencia, bebiendo en este caso de Andrea Arnold, Sean Baker y este otro-nuevo-cine-independiente-estadounidense. Así, nuestra protagonista, Tara, pasa de querer entrar en sociedad mediante el rito a convertirse en una moderna Antígona, que se opone a las leyes consuetudinarias.

Y bien se podría seguir citando a los griegos, incluso a las teorías sobre lo apolíneo y lo dionisíaco de Nietzsche, pero hemos venido a hablar de western. Llegado un punto de la película, Tara es forzada por uno de sus nuevos amigos. Y dejamos de saber de ella. El punto de vista, que había sido suyo a lo largo de todo el metraje recorrido hasta la fecha, dejó de serlo. Ya no vemos su rostro, tan de cerca siempre que parecía nuestro, y, por extensión, no sentimos lo que ella siente, ni vemos. Y es entonces, cuando dejamos de ver, que el terror cae con toda la gravedad que hasta ahora había operado de forma invisible. O, quizá mejor dicho, que existía porque, hasta ese momento, no había interesado mirarla.

Minutos más adelante, cuando Tara ya ha aparecido y presenciamos su historia en un flashback —algo que, por cierto, es incapaz de hacer con sus amigas, solo el espectador es consciente de su intimidad—, se conjuga un plano que hace que la película adquiera otra dimensión. El plano no puede ser más sencillo, incluso algunos pueden defender que es obvio y cliché; sin embargo, resulta muy efectivo y, en este contexto, subversivo.

Tara de camina sola por una calle vacía. La luz, del amanecer, está tan débil como ella. Los restos de la fiesta inundan la calle. Un largo zoom de alejamiento la hace más pequeña en el cuadro, incidiendo en la soledad, en el paisaje, en el desamparo. Es un plano postapocalíptico y, por tanto, de western. No está tan lejos del inicio de 28 días después, de Yojimbo de Akira Kurosawa o los zooms y los silencios de la Trilogía del Dólar. Los restos de la bacanal que parecen hablar, más allá de la mimesis de la emoción interior de Tara, de una sociedad en la ruina moral, sucia y, sobre todo, abocada a la ley de la jungla; en otras palabras, una sociedad primitiva, una sociedad incivil. Una sociedad que está lejos de serlo. No obstante, como bien apunta Molly Manning Walker al inicio de la cinta, es una sociedad que se fundamenta estos mismos preceptos. No hay condena puritana al alcohol, al sexo o a la fiesta —al contrario, hay un deseo de hedonismo truncado—, solo de aquello que destapa. No se trata de una línea de fuga o de un rito de evasión (el sueño), se trata de la bienvenida a la sociedad, de la revelación de su verdadero rostro (la realidad).

How to have sex va desde el sueño a la realidad, desde lo visible a lo invisible. Pero también funciona en un nivel metacinematográfico, de comentario de la imagen: no en vano, está poniendo en cuestión todo un subgénero de la comedia clásica estadounidense y otros productos culturales allegados. Será, sin embargo, en esta capa donde la realizadora británica se tope con los mayores escollos e irregularidades, pues no termina de aportar una solución estética —¿la comedia sexual adolescente es sustituida por el realismo social?— ni de generar un comentario crítico rico y matizado en sus propias imágenes. Donde mejor funciona es el mencionado comentario sobre los géneros, deconstruyéndolos y mostrando la realidad que los sustenta; y, sin embargo, es un tercer género, el western, que queda lejos a priori de los códigos narrativos que maneja Molly Manning Walker, el que, concentrado en un único plano, logra imprimir a toda la película una capa más que la hace elevar el vuelo.

No hay un género con un carácter más idealista que el western. Desde André Bazin se lleva afirmando así. El género cinematográfico (americano) por excelencia; el único, junto con el cine negro, que ha conseguido alcanzar ese estatus de creador de mitos. Mientras surgían estos mitos, aparecían las respectivas respuestas poéticas, ancladas en la realidad o en la lírica. La última de ellas la dio Martin Scorsese en Los asesinos de la luna. La creación de la democracia, la ley del más fuerte o del desierto frente a la ley civil, las armas y la violencia frente al derecho, lo salvaje y el hogar. Los temas de los grandes westerns están en How to have sex, algo que de por sí no tendrían que ser significativo por sí solo, y son explicitados y canalizados a través de un plano cuyos ecos resuenan en el Oeste.

En el caso de Hotel Royal la adscripción al western es aún más explícita a través del paisaje.

Dos veinteañeras canadienses se quedan sin dinero en Australia y tendrán que empezar a trabajar en un bar perdido de la mano de Dios en el interior del país, donde la mirada masculina y la ausencia de ley son la norma. Como How to have sex, Hotel Royal va sobre lo invisible y Kitty Green lo maneja a la perfección. Como bien demostró en su anterior largometraje, La asistente, el principal fuerte de la directora australiana es el manejo del contexto y otros parámetros extratextuales de los que el espectador es consciente: en aquella, es Harvey Weinstein y las historias del #MeToo en Hollywood; en su nuevo largometraje son todas aquellas situaciones, personajes y comportamientos que, de un tiempo a esta parte, se han denominado «micromachismos». Lo invisible.

Green lo maneja para adelantarse y sorprender y someter al espectador. Y lo hace con una elegancia y una agilidad inusitados. Pocos guionistas hoy en día son capaces de manejar, no solo el subtexto, sino el contexto con la soltura y la accesibilidad de un maestro. Su escritura es calculada, como un pequeño mecanismo de relojería, que funciona a la perfección gracias a la ausencia de grasa en sus escenas. Una depuración en la escritura que, tristemente, no se ve correspondida en sus imágenes, construidas desde el canon hegemónico del indie anglosajón y europeo, con una vocación más teatral que gramatical o musical.

Como decíamos, la adscripción al western es más explícita. El desierto, la arena, la ausencia de agua, la taberna… Aunque el paisaje también nos lleva a otras referencias como El autoestopista y Detour, dos joyas del cine negro. Kitty Green no se adentra en el noir: los deseos de empoderamiento y de subversión del contexto real a través de la ficción ahogan cualquier atisbo de fatalidad y de claroscuros lumínicos y morales. Por decirlo de otra manera, las chicas (las víctimas) son las buenas mientras que los hombres (los agresores) son los malos; y, sin embargo, el maniqueísmo queda a un lado gracias a un trabajo de escritura y de interpretación que llevan a los personajes más allá de la moral para retratar comportamientos humanos con un ojo puesto en la sociología. Lo que la cineasta australiana toma de estas dos películas es su atmósfera sucia, sus paisajes abiertos opresivos, su clima pegajoso o su pesadez existencial. Recoge sus atmósferas para reinventarlas en la Australia de siglo XXI, con las dinámicas entre lo urbano y lo rural (As Bestas no cabalga tan lejos) y las cuestiones de género que, en el fondo, son lo mismo. Por tanto, podríamos situar a Hotel Royal en esa escurridiza frontera que separa los dos géneros cinematográficos que no dejan de ser dos caras de la misma moneda ideológica, pero, es, finalmente, el poso idealista del germen del proyecto el que decanta la balanza hacia el western.

Más allá de esa línea del horizonte seca, está la lucha entre lo salvaje y lo social, entre lo individual y lo comunitario, entre la borrachera y lo civil, entre la violencia y la amistad. Los temas clásicos del western se dan la mano en una taberna del desierto australiano. En este caso, no estamos ante un ritual de iniciación —aunque podríamos, pues la naturaleza de su viaje es «experimentar el mundo», como si fuese heredero de los Grand Tour dieciochescos y decimonónicos—, sino ante un purgatorio. Un lugar de desolación donde expiar los pecados cometidos y redimirse; lo cual lleva a una lectura de clase problemática (quien tiene dinero, puede evitar el infierno). Este purgatorio tiene forma de espejo y revela aquello que no se ve en la superficie. La fiesta que abre la película tiene sus ecos, cada vez más siniestros y, por tanto, verdaderos, en las distintas noches que las dos estudiantes trabajan como camareras. Como en How to have sex, la fiesta y el alcohol son lupas que permiten quitar las máscaras de una sociedad, sacando a relucir los verdaderos cimientos de la misma.

Hotel Royal es una película estimulante porque la violencia es invisible y proviene de lo más profundo del espectador. Nunca pasa nada; ni siquiera en el tercer acto. Se dicen cosas y se muestran gestos que esconden mundos enteros. Parece que la situación va a escalar en cualquier momento, pero siempre la directora controla la situación para redirigirnos hacia lugares más tranquilos, como si la propia película estuviese haciendo luz de gas al espectador. Es esta situación de paranoia y tensión, que es el mundo interior de Hanna, la que sostiene dramáticamente la propia película. Ese mundo interior tiene sus ecos en las experiencias de los espectadores, en sus noches de fiesta, en sus amistades y es este efecto de rebote y acumulación manejado por la propia directora lo que amplifica y termina por revelar lo invisible.

Tanto How to have sex como Hotel Royal no son westerns. Eso es obvio. No se enmarcan en sus códigos narrativos ni en sus (múltiples) estéticas. Pero podrían serlo. Porque ambas, por diferentes vías, reescriben la última frontera. La última frontera ya no es geográfica o tecnológica, sino exclusivamente política y moral. Entonces, ¿dónde está? ¿Y dónde queda nuestra supuesta sociedad? Aquí entra a colación las últimas escenas, idénticas en espíritu. Kitty Green propone la destrucción de la taberna, representante de todas las arquitecturas culturales, mientras que Molly Manning Walker vuelve, para dialogar con el plano que hemos comentado, a un aeropuerto: es en ese no-lugar, en el regreso al hogar, donde empieza a formarse una nueva sociedad, porque, cuando más fragmentados estamos, más necesitamos una sociedad, aunque esta solo se manifieste en forma de una amiga que te da la mano. Del sueño a la realidad, del simulacro ritual a la expresión social más genuina. Por eso sendas películas terminan con un plano conjunto, donde se ve a la protagonista caminar junto a su mejor amiga —plano arquetípico para mostrar la amistad/sororidad—; y sendas película reconocen el largo camino que queda por recorrer antes de alcanzar esa sociedad real —quizá utópica—, donde la forma de civilización fundamental sea el consentimiento, la última frontera.

Deja un comentario