Crítica ‘Los pequeños amores’

Puntuación: 3 de 5.

Desde hace una década aproximadamente, vivimos la eclosión de un nuevo cine español —sin mayúsculas, que no hay voluntad historiográfica—, marcado por las firmas en femenino, por el naturalismo estético y por el auge de las escuelas de cine, de los laboratorios y de otros engranajes industriales que tienen como objetivo encontrar nuevas voces. Desde entonces, este nuevo cine español funciona casi como un género —incluso, una serie de directoras han abierto un subgénero al enrarecer los presupuestos estéticos de estas películas—. Los títulos se relacionan entre sí hasta generar abrazos y diferencias; y se crea un paraguas o remolque intertextual para la recuperación de títulos que, de otra manera, no llamarían tanto la atención.

Celia Rico ha sido, a la vez, uno de los grandes nombres de este nuevo cine español y uno de los más desapercibidos. Su ópera prima, Viaje al cuarto de una madre, se alejaba por momentos del naturalismo para mezclarlo con la contemplación del cine de Yasujiro Ozu o la cotidianidad hierática y radical de Chantal Akerman. La emoción surgía, sin embargo, de unos personajes y una situaciones absolutamente naturales que el espectador podía reconocer sin problema, pero también del tratamiento de las ausencias, del fuera de campo y de lo invisible. Tras 2018, a Rico solo la habíamos visto en los créditos de Mironins, un largometraje de animación para acercar la figura y las pinturas de Joan Miró a los más pequeños; sin embargo, la cineasta sevillana regresa con una continuación lógica de lo planteado en Viaje al cuarto de una madre en Los pequeños amores.

El punto de partido no puede ser más distinto, pero, al mismo tiempo, consecuente: una hija de mediana edad se ve obligada a convivir con su madre tras un accidente de ésta que le deja una pierna inmóvil. La casa familiar, otra vez, como prisión —una prisión más existencial que física—, pero también como hogar al que volver. Sobre esa paradoja, la misma que vivían Anna Castillo y Lola Dueñas, se vuelve a asentar toda la dramaturgia de una película que recorre los mismos caminos que la primera: la concatenación de viñetas que se guían más por lo emocional que por la trama en sí, la subtrama pseudoromántica, los personajes que se definen más por lo que callan y por cómo miran que por lo que hablan, y el sacrificio como epicentro de cualquier relación familiar.

También vuelven las formas contemplativas: los largos planos estáticos, la dureza de las líneas compositivas, la importancia del fuera de campo, la iluminación naturalista, el montaje seco, pero acompasado que encadena los planos justos, las localizaciones recogidas, el sonido depurado hasta conformar una suerte de banda sonora natural, las actrices profesionales que cumplen con naturalidad y con silencios la complejidad de sus personajes…

Las mayores diferencias de esta película con su predecesora espiritual están en la edad de sus protagonistas y los diferentes temas que surgen (la hija eterna, los cuidados a nuestros progenitores, el desencanto vital de los sueños no alcanzados), así como la introducción del trávelin como forma de subrayado de lo extraordinario, del destino, y una trama menos oculta en la rutina y más marcada por el carácter extraordinario de los hechos. Esto hace que sus costuras narrativas se vean más que en su ópera prima y que su estructura parezca más formulaica de la cuenta.

Los pequeños amores atestigua el cambio que hemos hecho como espectadores. En 2018, hablar de una hibridación de Ozu con el nuevo naturalismo español tenía cierto sentido en la novedad y suponía una ruptura con lo que habíamos visto anteriormente; hoy en día, ese nuevo naturalismo se ha hibridado tanto —con los Dardenne (La hija de un ladrón, Matria), con el cine de festivales (20000 especies de abejas), con la fantasía (Secaderos), con el melodrama (Cinco lobitos), con el folclore y la oralidad (El agua, La imatge permanet), con el documental (Alcarràs, A los libros y las mujeres canto), con lo weird (Espíritu sagrado)— y se ha institucionalizado tanto que la nueva película de Rico sabe a poco, a ya visto. No obstante, como nos recuerda la filmografía de Ozu, la repetición incide en la diferencia, no en el elemento repetido. Ese es el gran desafío: aprender a celebrar las diferencias y los puntos en común por igual; y quizá, así, Los pequeños amores también nos enseñe también a ser mejores espectadores.


Título original: Los pequeños amores Duración: 95 min País: España, Francia Idioma: Español Dirección: Celia Rico Clavellino Guion: Celia Rico Clavellino Productores: Clever Beretta Custodio, Francisco Celma, Ibon Cormenzana, ángel Durández, Ignasi Estapé, Sandra Tapia, Jérôme Vidal Fotografía: Santiago Racaj Montaje: Fernando Franco Intérpretes: María Vázquez, Adriana Ozores, Aimar Vega, Blanca Apilánez, Ferrán Rañé.

Sinopsis: Teresa cambia sus planes de vacaciones para ayudar a su madre, que ha sufrido un pequeño accidente. Madre e hija pasarán juntas un verano de lo más sofocante, en el que no conseguirán ponerse de acuerdo ni en las cosas más triviales. Sin embargo, la obligada convivencia removerá más de lo esperado y en las noches estivales Teresa vivirá momentos reveladores junto a su madre.


BTEAM Pictures

Deja un comentario