Narciso: cine y homoerotismo

El mito de Narciso, aquel joven de belleza incomparable que sucumbe a su propio encanto y termina muriendo seducido por su propio reflejo, ha inspirado a inumerables artistas y creadores desde la antigüedad. En su versión más popular, recogida en Las Metamorfosis del poeta romano Ovidio, Narciso nació con la profecía de que viviría una larga vida si nunca llegaba a conocerse a sí mismo. Atraía tanto a las mujeres como a los hombres que se cruzaban en su camino, pero respondía a cualquier insinuación apasionada con indiferencia y vanidad. Como desvela el origen de su nombre, narke —del griego, «entumecido»— estaba tan absorto en su propio ego que era incapaz de responder a las súplicas de aquellos a quienes su belleza despertaba el deseo. La moraleja de su desenlace reside precisamente en el momento en que Narciso se reconoce en el reflejo de las cristalinas aguas del lago, se enamora y, por tanto, se da cuenta de la imposibilidad que separa la realidad de la fantasía, la cual se había construido sobre los cimientos inciertos de una imagen fugaz de sí mismo y de su propio deseo.

Mucho antes de que la versión poetizada por Ovidio en sus poemas se popularizara e inmortalizara en la literatura occidental, versiones seminales de este mito llevaban siglos circulando en las más diversas formas y caras en las culturas orales de los pueblos indoeuropeos, e incluso entre culturas lejanas como los zulúes y los melanesios. Más allá de la tradición oral o la literatura, Narciso como mito resultó ser un terreno fértil para la inspiración en las artes plásticas. Siendo un fresco de Pompeya su primera representación gráfica constatada, las imágenes de Narciso están presentes en las obras de pintores como Caravaggio, Poussin, Turner, Lagrenée, John William Waterhouse y Salvador Dalí, o de igual en las esculturas de Paul Dubois, John Gibson, Henri-Léon Gréber y Hubert Netzer. Sin embargo, es en el cine —por su propia naturaleza de experiencia artístico-emocional que imita la realidad— donde las imágenes y el mito de Narciso pueden encontrar el lugar idóneo para asumir sus interpretaciones más ricas e impactantes.

Como la superficie clara de un lago, la pantalla de cine es una superficie uniforme donde la luz proyecta imágenes en movimiento. Según han explorado ampliamente las teorías psicoanalíticas del dispositivo cinematográfico, cuando el espectador entra en contacto con la proyección, en un entorno aislado de cualquier estímulo que no sea la propia película, entra en una experiencia en la que se produce una disolución parcial de la estructura de su yo, similar a un sueño. Es en este flujo de imágenes, que se asemeja a un sueño despierto, donde el espectador se identifica, a través de un mecanismo inconsciente de espejamiento, y se proyecta emocionalmente en los personajes que ve en la pantalla. Así, el espectador vuelve constantemente a esas imágenes, dependiente del goce que le proporcionan esos pequeños destellos en los que se yuxtaponen el deseo y la realidad. La distancia entre las imágenes idealizadas y la vida real permanece en todo momento como un riesgo inminente de revelación dolorosa, como la terrible separación de Narciso de su reflejo.

Desafiando la amplia concepción del siglo XX que relaciona el imaginario narcisista con el solipsismo, la inmadurez, la esterilidad y el individualismo exacerbado y apolítico, el pensamiento queer del nuevo siglo ha permitido resignificar el mito reintroduciendo su (inherente) homoerotismo en el centro de sus lecturas. De hecho, el mito ha servido históricamente como vehículo perfecto para las representaciones homoeróticas, de una manera que hace difícil precisar hasta qué punto uno ha influido en el otro y viceversa. Uno de los ejemplos más evidentes de esta relación está en su presencia central en la cultura victoriana inglesa, en general, y en las obras de la pareja de amantes André Gide, con su estudio El tratado de Narciso (1891), y Oscar Wilde, sirviendo de base para su novela clásica El retrato de Dorian Gray (1890), en particular. Tomando como punto de partida la apropiación del mito por parte de directores predominantemente homosexuales y su lectura queer, este artículo hará un recorrido seleccionado por su presencia en el cine.

Las adaptaciones e interpretaciones del mito de Narciso por parte de las artes suelen adoptar un enfoque narrativo que favorece la versión centrada en la ninfa Eco, una de las admiradoras del joven. No es de extrañar que, al investigar para un proyecto a principios de los años setenta, Norman McLaren se sorprendiera al encontrar versiones del mito centradas en un admirador masculino. Viviendo una vida discreta en relación con su sexualidad, el cineasta experimental escocés dudó durante años sobre la realización de un cortometraje que tradujera el mito a la danza y en el que la atracción homosexual se representara al mismo nivel que la heterosexual. Aunque McLaren ya había expresado su sexualidad de forma codificada en sus trabajos para el National Film Board de Canadá —institución gubernamental para la que el cineasta trabajó la mayor parte de su vida— y se sintiera preparado para declararla abiertamente al mundo, el deseo de su amante y compañero de trabajo, Guy Glover, de mantener un perfil bajo le mantuvo apartado de la producción durante unos años.

A principios de los años 80, con los cambios en la aceptación de la homosexualidad como resultado de la liberación sexual de las décadas anteriores, el cineasta sintió que, si no hacía Narcisuss, se estaba acobardando, y el proyecto se estrenó finalmente por el NFB en 1983. La coreografía de Fernand Nault divide la narración visual de aproximadamente 20 minutos en tres momentos: los dos primeros son dos pas des deux de Narciso, el primero con una ninfa y el segundo con lo que se describe como un «compañero de caza», ambos terminan con el rechazo incondicional del protagonista. Aunque el desenlace de ambas relaciones es el mismo, el tratamiento dado al erotismo en el dúo masculino, sin precedentes entre las películas de danza, tiene un fuerte impacto visual que sigue siendo fresco incluso para un espectador contemporáneo. En el tercer acto hay una danza espejada de Narciso y su reflejo, gracias a los efectos digitales de doble exposición. El resultado es muy homoerótico, pero carece del carácter sexual de las danzas anteriores, ya que los dos cuerpos en pantalla nunca se tocan. Al final, McLaren reinterpreta la muerte de Narciso como una prisión, colocándolo entre paredes de ladrillo y barrotes literales, lo que da lugar a una de las metáforas visuales más poderosas de (estar en el armario) la homosexualidad.

Con anterioridad, Pink Narcissus, de James Bigood, había sacudido las estructuras del cine underground en 1971. Este poema visual de 65 minutos se configura como una amalgama caleidoscópica de las fantasías eróticas de un chico de compañía que llevan a esta personificación de Narciso a lugares más distintos y distantes que la habitación de paredes rosas que habita en soledad. En todos estos mundos imaginarios fugaces se revela un mapa del imaginario colectivo homoerótico occidental, configurando así una obra seminal que serviría de referencia a las generaciones de artistas queer que la sucedieron. Sin embargo, antes de ser esta representación universalizada, la película es una colección privada de las fantasías del propio director: un joven que se describe a sí mismo como adicto a soñar, que acababa de mudarse a Nueva York desde Estados Unidos y se encontró seducido por el submundo artístico de la cultura gay de la ciudad.

Bidgood pasó siete años —entre 1963 y 1970— filmando de forma compartimentada y esparcida en decorados que él mismo montaba y desmontaba en su pequeño piso con una cámara super-8. Sin guión y guiado únicamente por un storyboard, el artista utiliza el erotismo y la fantasía narcisista como forma de resistencia y (auto)afirmación de un régimen de deseos marginal en un mundo en el que la performance normativo es la clave para la supervivencia y la integración a la sociedad. A pesar de la intensa y larga dedicación a esta producción artesanal —en la que el artista dominaba cada detalle desde la concepción hasta el rodaje—, la película circuló por el mundo durante muchos años sin la firma del cineasta. El anonimato suscitó muchas especulaciones —con Andy Warhol y Kenneth Anger como principales posibilidades— e incluso contribuyó a su fama de obra excepcional y única. La decisión partió del propio Bidgood, quien, insatisfecho con el resultado del montaje e impedido de seguir filmando por los productores que habían comprado el material, renegó de la autoría del producto de sus propias fantasías. Narciso se obliteró a sí mismo.

De forma consciente el cineasta británico Peter Strickland se apropia del legado de Pink Narcissus y Bidgood para en el cortometraje, Blank Narcisus (Passion of the Swamp), disponible en Mubi, realizar un ejercicio metanarrativo que es más una película de ensayo que una ficción erótica. Las imágenes nos enseñan, según informa el narrador, una cinta porno gay producida de manera ilegal en los años 1970 y olvidada desde entonces. El pequeño decorado hecho en cartón piedra imita a un pantano, consciente de su artificialidad inherente a su status de bajísimo presupuesto. Escuchamos al director hablar de la película, como en un comentario de DVD, grabado décadas después, en el que nuestro cineasta envejecido reflexiona sobre la obra que realizó hace tanto tiempo. Su comentario contextualiza y desmitifica lo que aparece en pantalla, pasando lentamente de una explicación del modo de producción a una reflexión sobre la relación perdida entre éste y el protagonista de las imágenes que vemos.

El joven actor en pantalla realiza una felación, estimula su pene y eyacula en las aguas del pantano, pero el discurso de la pista de sonido juega en contra de la naturaleza erótica de las imágenes, con su fuerte pathos de la imposibilidad de (re)conexión amorosa y la melancolía de las memorias de un tiempo perdido. El efecto que se produce es que el espectador se ve privado del mecanismo de identificación con el personaje que tenemos en pantalla, y queda restringido a identificarse emocionalmente y psicológicamente al cineasta narrador, al que nunca se pone cara. En este juego consciente con el dispositivo cinematográfico y sus mecanismos psicoanalíticos de identificación, nos ponemos en la piel de un Narciso que busca una cara, un individuo que solo existe en oposición a un reflejo inalcanzable: la imagen de su amante perdido.

Passages, el reciente estreno del director Ira Sachs, va por otro camino. Con tintes autobiográficos, el director-narciso protagonista de la cinta, Tomas, tiene una poderosa presencia en pantalla a través de la magnética figura del actor alemán Franz Rogowski, que domina cada centímetro del encuadre. Como en la narrativa propuesta por McLaren en Narcissus, el protagonista baila entre dos amantes: el artista plástico Martin (Ben Whishaw) y la profesora de artes Agathe (Adèle Exarchopoulos). La primera escena entrega la dinámica de la película, donde el cineasta-protagonista dirije a una escena, enfadado con la incapacidad de uno de los extras de controlar minuciosamente el comportamiento de su cuerpo. Lo mismo sirve para los otros ámbitos de su vida, donde parece sentirse cómodo para estar a todo rato jugando con los que cruzan su camino como si fueran actores de sus pelis, a veces con motivaciones egoístas, otras creyendo estar haciéndoles un favor.

El Tomas de Rogowski está siempre en movimiento por las calles de Paris. Conduciendo muy rápido en su bici. Tal vez por eso el título de la cinta. El movimiento físico del personaje está mimetizado en su desarrollo narrativo, la vida de él cambia de manera veloz, siempre pasando ligero por todos a su alrededor, como una fórmula de autoprotección individualista, huyendo de la mirada de su reflejo por las superficies donde transita. Él juega con la estrategia de que, si no permite que le fijen a un imagen construida por los otros, tiene la posibilidad de reconstruirse a si mismo (o al menos su autoimagen) a la manera que desee. La dirección de Sachs, a pesar de operar en un régimen de imágenes naturalistas —a diferencia de las otras películas mencionadas—, es muy consciente de su papel en los mecanismos de identificación. La puesta en escena, principalmente en los diálogos y debates de las parejas, proporciona mucha significación a las posiciones de los actores en cuadro: en ocasiones uno se pone adelante del otro tapando la mirada del espectador para sus caras; en otras, a pesar de unidos físicamente, visualmente están separados, obligando a la mirada del espectador bailar entre un rostro y otro.

Se observa en este recorrido como la proximidad del artista con la obra es inconmensurable y resulta difícil leer cualquiera de los textos sin considerar el contexto del otro. Si para el espectador, la película en pantalla es un reflejo narcisista, parece que así lo es igualmente para sus creadores. Si leyéramos la resolución del mito como una moraleja trágica, podemos concluir que todos, espectadores o cineastas, estamos condenados a una dependencia autodestructiva. Esta lectura, un tanto moralista, nos lleva a creer todo el placer en la arte, lo artificio y la fantasía personal como peligroso y dañino. Si, por otro lado, leyéramos la misma resolución como una constatación de la fugacidad y la finitud de la existencia humana, tenemos claro que es este goce que la hace viable.

Caramel Films

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