Vivimos en tiempos de excelencia; o de la búsqueda de ella, al menos. Hay un componente aparentemente heroico en estas narraciones que hacemos de la realidad o, mejor dicho, profundamente aventurero (es costumbre confundir los atributos de ambos arquetipos). La excelencia como nuevo territorio por explorar, como tierra que conquistar por un individuo excepcional, digno de los dioses o, al menos, de los libros de Historia. Digno, al fin y al cabo, de ser contado. Pero, ¿quién dicta qué es digno? ¿Los propios hechos? Más bien son aquellos que los cuentan.
Tanto es así, que parémonos a pensar en qué términos aceptamos y despreciamos las expresiones culturales: toda nuestra admiración va dirigida, independientemente del criterio de cada uno, hacia aquellas obras únicas, increíbles, excepcionales, «buenas no, excelentes». En cambio, «mediocridad», «vulgaridad», «mundanidad» o «funcional» son palabras que, particularmente en círculos críticos —que son los primeros en generar Historia— tienen un carácter profundamente peyorativo. La cultura está impregnada de un espíritu competitivo, estrechamente ligado con las jerarquías sociales, que se ha agravado en las últimas décadas —quizá la máxima expresión de esto son los remakes, obras que por su parentesco común se ven obligados a competir entre sí, como polluelos luchando por la comida contra sus hermanos. Es más, rizamos tanto el rizo que hoy en día llamamos «arte» o «cultura» a una serie de expresiones culturales concretas (literatura, música, cine, artes plásticas, etc.), pero no a otras muchas (urbanismo, carpintería, siderurgia, gastronomía, diseño y un larguísimo etcétera); una separación que, como cualquier segregación, es estrictamente social. Ahora bien, ¿qué dice eso de nuestra sociedad?
Living es la historia de un columpio y del funcionario público que lo construyó. Es, en gran medida, una película sobre la Historia y sobre cómo la Historia es una historia de grandes nombres. Para contravenirla, o quizá para animarnos a reescribirla, Akira Kurosawa, primero, y Oliver Hermanus e Kazuo Ishiguro, después, nos cuentan la historia de un cualquiera, de alguien a quien la Historia ha olvidado. No está muy lejos de la flamante Mejor Película de la Historia, según las votaciones organizadas por la revista británica Sight & Sound, Jeanne Dielman, 23, quai du Commerce, 1080 Bruxelles (1975) en la cual Chantal Akerman sigue radicalemente la rutina de una mujer trabajadora a lo largo de tres horas y medias. Sin embargo, a diferencia del cine de la cineasta belga, en Hermanus e Ishiguro (y en Kurosawa) no hay una teorización de las imágenes que la separe de los intereses sociales. No quiere decir que no haya un trabajo de puesta en escena, porque lo hay y es exquisito, sino que esto está supeditado a la narración; y con ello participando de una tradición popular que, como la Historia del Arte también es una historia de grandes nombres, ha quedado relegada y, por tanto, olvidada. Y, si encima recordamos que Ikiru (1952) estaba inspirada en una novela corta de de Leon Tolstói, La muerte de Iván Ilich, la adscripción a esa tradición es rotunda.
Oliver Hermanus y Kazuo Ishiguro trasladan al Reino Unido de los años 50 la historia de este funcionario público que, ante la noticia de su inminente muerte, comienza a vivir. Y lo hace con respeto y cariño, recreándose en sus paisajes británicos. En el centro de todos ellos, un extraordinario Bill Nighy que retoma y extiende el papel que ya hizo en Una cuestión de tiempo (Richard Curtis, 2012). Su interpretación delicada y amable, rebosante de emoción y vulnerabilidad, llena cada plano y, junto a una encantadora Aimee Lou Wood que le ofrece el contrapunto luminoso de una juventud desenfadada, protagoniza uno de los dúos más interesantes y peculiares del cine reciente.
Ya en Ikiru se reivindicaba el valor de lo ordinario y lo público frente al oscuro abismo de la existencia, pero quizá el mayor hallazgo de la cinta japonesa es que lo articulaba todo entorno al modo de vida. En otras palabras, cómo vivimos es aquello que genera lo demás, ya sea nuestra sociedad, las esferas públicas y privadas y, sobre todo, nuestra cultura. Esto es algo que se repite en el remake; es más, casi todos los grandes aciertos de Living estaban ya en la película original. Pero eso no importa: que hayan sido capaces de repetir esos aciertos es algo admirable ya en sí mismo, y eso sin contar que uno de los aspectos más atractivos de la cinta es su excepcional capacidad para relacionarse con su tiempo, algo que hace igual o mejor que la cinta de Kurosawa.
De igual manera que el libreto original se dirigía al Japón de la posguerra, la película de Ishiguro y Hermanus se dirige a un presente atravesado por el desprestigio social de lo público, del vitalismo y de la mediocridad y por el prestigio del individuo, de lo privado, del cinismo y de la meritocracia, un presente tan profundamente neoliberal que, a veces, lo confundimos con la naturaleza humana, pero, sobre todo, es un presente marcado por la incertidumbre del futuro. Una pandemia global, las guerras, el cambio climático, el auge de la ultraderecha, el estancamiento social… El futuro presenta muchas incógnitas y se ve más negro que nunca. Y contra eso los autores se rebelan. La inminente muerte del protagonista bien podría ser la muerte de la sociedad que parece dibujarse en el horizonte; y ellos ofrecen, no un carpe diem individualista y desenfrenado, como Thomas Vinterberg hacía en Otra Ronda (2021), sino un canto a lo verdaderamente heroico: la ayuda al prójimo, pilar fundamental, pero arrinconado, de las democracias liberales. Living es una película que llega en el momento justo, cuando hay tantos interrogantes encima de la mesa, y que tiene el valor de ofrecer una mirada humanista y vitalista.
Por último, y quizá el mayor acierto de la cinta es que… está hecha por personas relativamente anónimas. Es cierto que su guionista es Premio Nobel en Literatura, pero en el mundo del cine es relativamente desconocido (y las aventuras de literatos de prestigio en el mundo del guión no siempre son fructíferas) y que su director no es un funcionario público, sino que cuenta con un puñado de largometrajes y cortometrajes a su nombre; sin embargo, ninguno tiene el nombre de Akira Kurosawa. La sombra del director japonés es alargada, pues se ha erigido como uno de los cuatro realizadores más importantes del país nipón, sino el que más. Está en los libros de Historia del Cine: Hermanus e Ishiguro, no. Y, por esa razón, este remake adquiere un valor añadido, pues, no solo desacraliza el trabajo de los autores extraordinarios al readaptarlos, sino que lleva más lejos que la cinta original la rebeldía contra los grandes nombres y la valoración del trabajo de personas anónimas. No pasa nada si al terminar la película no te acuerdas del nombre de sus autores, mientras la película impacte. Y Living impacta con fuerza.
Título original: Living Duración: 102 min País: Reino Unido Idioma: Inglés Director: Oliver Hermanus Guion: Kazuo Ishiguro, remake de ‘Vivir’, de Akira Kurosawa Productores: Elizabeth Karlsen, Stephen Woodly, Anthony Muir, Jane Hooks Fotografía: Jamie Ramsay Montaje: Chris Wyatt Música: Emilie Levienaise-Farrouch Intérpretes: Bill Nighy, Aimee Lou Wood, Tom Burke
Sinopsis: 1950, Londres. Williams es un veterano funcionario que vive enterrado bajo el papeleo de la oficina mientras en el mundo exterior la ciudad se reconstruye tras la II Guerra Mundial. Al recibir un demoledor diagnóstico médico, vacía su cuenta de ahorros y se dirige a la costa. Se promete hacer de sus últimos días un tiempo significativo, pero se percata de que no sabe cómo hacerlo. Después de que un misterioso desconocido lo lleve a la ciudad, Williams se siente intrigado por una joven compañera de trabajo que parece poseer la vitalidad que él había perdido. Con la ayuda de su optimista colega, Williams pone todo su empeño en hacer feliz, de un modo sorprendente, a su entorno.