Ficha técnica:
Título original:
Last Film Show
Director: Pan Nalin
Duración: 95 min
País: India
Idioma: Gujarati
Intérpretes: Bhavin Rabari,
Bhavesh Shrimali, Richa
Meena, Dipen Raval, Tia
Sebastian, Vikas Bata,
Rahul Koli, Vijay Mer,
Shoban Makwa

Sinopsis: Samay, un niño de 9 años que vive con su familia en un pueblo remoto de la India, descubre el cine por primera vez y queda absolutamente hipnotizado. Contra los deseos de su padre, vuelve al cine día tras día y se hace amigo del proyeccionista que, a cambio de su comida, le deja ver películas gratis. Rápidamente se da cuenta de que las historias se convierten en luz, la luz en películas y las películas en sueños. Contagiados por la emoción, Samay y su inquieta pandilla, investigan sin descanso para intentar captar la luz y proyectarla para lograr ver películas de 35 mm. Juntos, utilizan un truco innovador y logran con éxito fabricar un aparato de proyección. Sin embargo perseguir tus sueños a menudo significa dejar atrás las cosas que amas.
Crítica:
Existe una tendencia en el mundo de la crítica artística a etiquetar a ciertas obras a través de sus parecidos e influencias. Esto puede ser útil, pues puede atraer una atención que quizá de otro modo no se conseguiría; sin embargo, también puede utilizarse de forma denigratoria, ensalzando una dinámica que siempre es de inferioridad (la segunda obra adquiere valor gracias a la primera, no por méritos propios). Es una reacción que se da por puro narcisismo de asociación con lo conocido (como si nos la quisieran dar con queso) y que, reiterado, impide ver una a realidad más compleja. Es una lacra que, tras más de un siglo de desprecio hacia los remakes, se podría haber puesto en cuestión mínimamente, pues la consecuencia última es que se pierden obras, tanto de ser producidas como de ser vistas. Y esto resulta especialmente cruel y estúpido ante La última película, del director indio Pan Nalin, a la que la prensa ha calificado de «un Cinema Paradiso indio».
Los parecidos con Cinema Paradiso (un pequeño inciso: me resulta particularmente curioso que nadie haya hecho la relación con La última película del recientemente fallecido Peter Bogdanovich, con la cual comparte título) son razonables: la relación entre un proyeccionista del cine de una pequeña aldea que ejerce como mentor y un ingenuo niño que se siente fascinado por las películas y que, en última instancia, terminará convirtiéndose en cineasta; una trama en torno a la destrucción de una sala; y un giro final melodramático que implica un sacrificio. Y ambas son una clara carta de amor al cine, a sus formas, a sus espacios y a sus profesionales; y un recuerdo de esa ingenuidad infantil que nos hacía amar la experiencia de ir al cine. No obstante, los parecidos terminan siendo anecdóticos, cercanos al homenaje y a la inspiración, ante la presencia del verdadero fondo de la obra. Si la obra de Giussepe Tornatore profesaba su amor por el cine a través del montaje (la censura del cura, la construcción en dos líneas temporales, los fragmentos proyectados en la escena final), Pan Nalin construye el suyo con mayor misticismo, con la luz como el elemento fundamental y la causa última de la magia.
La última película reconstruye, de forma más espiritual que fiel, la infancia de su director y su enamoramiento por el proyector, la pantalla grande y los rollos de 35mm. La cinta comienza en negro, como el joven Samay antes de conocer el cinematógrafo, se leen unas palabras en dedicadas a aquellos que le iluminaron el camino y acto seguido comienza la proyección. En esos primeros instantes, se condensa todo el corazón de la cinta: es una obra de agradecimiento hacia sus predecesores, pero que, a su vez, busca inspirar a las nuevas generaciones. Y en este área de confluencia se mueve continuamente la película, entre el homenaje y la ingenuidad.
Por un lado, sus referentes van desde los grandes autores canónicos del cine europeo y norteamericano -Andrei Tarkovski, Stanley Kubrick o David Lean- hasta los pioneros -los hermanos Lúmière, Eadweard Muybridge o George Méliès-, pasando por los grandes maestros asiáticos -Akira Kurosawa, Satyajit Ray- y directores del cine indio. El gran problema -que no es tal- es la clara influencia del cine occidental tiene sobre Nalin, transparentándose en sus formas, que se encuentran muy alejadas del cine y el arte indios más tradicionales. Las reflexiones metacinematográficas cercanas a Tarkovski, la puesta en escena apagada cercana al neorrealismo y la no profesionalización de sus actores es son rasgos propios del cine europeo, que responden a unas circunstancias históricas y estéticas muy concretas y que en esta cinta se importan de forma muy personal. Solo en algunas decisiones de puesta en escena muy concretas ligadas a la dimensión espiritual del cine y en la melodramática escena de la despedida final se deja entrever ideas alejadas de la estética europea.
La consecuencia es un obra fuertemente marcada por un colonialismo cultural invisible, por el cual las obras que no pertenecen a los dos grandes mercados -Estados Unidos y, sobre todo, Europa- tienden a interesar en función de las ideas estéticas occidentales o que parecen más dirigidas al público occidental de festivales. En este sentido, el exotismo es un valor añadido para aquellos que deseen colgarse la medalla de diversos que, como la Historia política y social del mundo ha demostrado, es uno de los pilares fundamentales del colonialismo. Es más, en la etiqueta puesta por la prensa española y europea hay un racismo explícito al tratar a la cinta como el homólogo indio de una gran cinta europea cuando la realidad no es así.
La ingenuidad infantil es, por otro, su gran acierto. Hace ya varios años Grant Morrison, histórico guionista de cómics, afirmó que los mejores críticos son los niños, pues son aquellos que tienen la mirada más pura. Esta idea que, aplicada a conflictos sociales y políticos, vimos en Belfast aquí se aplica a la experiencia cinematográfica. Alejado de cánones, de criterios y de calidades, el joven Samsay disfruta de asistir a una sala de cine, sin importar la película proyectada. Es el acto, y no el producto, el fin último de la experiencia y aquello que más se disfruta, pues la obra es un engranaje que forma parte de un mecanismo mayor. La magia del cine se establece, por tanto, a través de una maravillosa e infantil (que no pueril) relación de fascinación entre el espectador y la pantalla, con el proyector y la cámara como intermediarios lumínicos.
Como consecuencia de esta mirada pronunciadamente religiosa, hay un fetichismo del que no logra escapar: el desprecio por la proyección digital en favor de los 35mm y por la multisala en favor de la sala única y la sesión continua. Y es este aspecto excesivamente romántico y nostálgico el único asterisco que puede ponerse en este tierno y sencillo comentario metacinematográfico.